La nada era fría.
Mis manos temblaban en busca del calor que una vez alguien me dio, pero a la vez ardían como una estrella fugaz, brillando en el cielo.
Lo último que recuerdo son las caricias que empapaban mi tez de amor y comprensión.
Una lágrima resbala por mis mejillas al recordar cómo la tormenta se había llevado aquellos momentos, convirtiéndolos en simples recuerdos que me picoteaban el interior con una amarga felicidad.
Mi pecho dolía con cada paso que avanzaba hacia mi final. Las costillas crujían y lloraban en mi interior con tu recuerdo.
Dolía tanto que sentía que no podía respirar.
¿Por qué estaba caminando hacia la nada?
No tenía respuesta para ninguna de mis preguntas, pero mis pies se movían solos hacia la oscuridad de un triste recuerdo.
Caminaba, corría y buscaba a mis alrededores por puro instinto, intuición o quién sabe qué.
En ocasiones ni siquiera yo recordaba por qué hacía todo lo que hacía.
El tiempo, la distancia y la soledad se encargaban de hacerte olvidar cualquier objetivo que te hubieras prefijado.
O eso era lo que querían hacerte creer, porque tu cuerpo continuaba andando, tus instintos te motivan y tu corazón sigue latiendo con fuerza.
El campo estaba acogido por miles de campanillas de invierno, revoloteando al compás de la melodía del viento.
Ya me había acostumbrado a toparme con aquel lugar. Era la representación exacta de mi interior.
Frío, lúgubre y lleno de cambios.
Mis piernas continúan haciendo su función, sin detenerse, con un objetivo claramente visible ante ellas.
Pero el resto de mi cuerpo chillaba de dolor y veía el futuro demasiado borroso como para continuar.
¿Dónde estaba mi determinación?
Ni yo mismo tenía la respuesta.
El camino se volvía cada vez más empinado y difícil de recorrer.
Mis piernas temblaban del cansancio y mis manos habían dejado de sentir como la sangre resbalaba entre los dedos.
Pero seguía andando.
Mis pasos tiemblan pero se vuelven poco a poco más enérgicos al ver como el final de la oscuridad estaba cerca.
Uso todas mis fuerzas para escalar aquella montaña que se había formado en poco tiempo.
Agarro la cima con la punta de mis dedos, aferrándome a ella como si estuviera al borde del precipicio, presa del gran vacío de mi corazón.
Consigo acostar mi cuerpo justo en el borde y descansar el tiempo justo para respirar una buena bocanada de aire.
Me levanto con una queja que no logro mantener en mi boca.
Observo todo lo que tengo a mi alrededor, en busca de aquello que me había impulsado a hacer todo aquel esfuerzo y ponerme de nuevo en movimiento.
Pero allí solo quedaba una pequeña bombilla tendida desde el cielo.
Alumbraba con su tenue resplandor solo el espacio más cercano a ella.
Camino un par de pasos hacia la fuente de luz y la rodeo con mi mano.
Siento como palpita bajo mi mano y la calidez que desprende pero nada más.
Espero un par de segundos, impacientándome.
¿Esto era todo? ¿No hay nada más?
La rabia empieza a poseerme y aprieto un poco más la mano, amenazante.
El cristal de la bombilla se rompe en mil pedazos y la luz deja de inundar la estancia, quedándome completamente a oscuras.
No siento el dolor de mi mano, solo soy capaz de distinguir el rabioso burbujeo de mi sangre dentro de mí.
Tiro los cristales al suelo con rabia, pero ni siquiera logro oír como estos se rompen todavía más.
No sé cuanto tiempo me quedo tendido en la absoluta oscuridad, tan familiar y ordinaria que ni siquiera me incomoda.
Pero de pronto, una pequeña luz brota del suelo y comienza a expandirse, enseñándome la hierba que estaba pisando y que no me había dado cuenta de que estaba ahí.
El lugar se convierte en un campo de flores de los colores más radiantes, llenos de vida, paz y calidez.
Las campanillas, antes de un color frío, se bañan entre azules y amarillos, formando un cielo estrellado bajo mis pies.
Me asombro ante aquella obra de arte mientras la luz comienza a descender la montaña. borrando con una goma todo lo que había creado.
La persigo, todavía maravillado, hasta que llega al borde.
Lo que comienza a iluminar se convierte en macabro en cuanto veo el primer rostro de dolor.
Miles de huesos rotos se amontonan en pilas de carne descompuesta, pero todavía se pueden apreciar los rostros de algunas personas.
Me horrorizo al ser capaz de identificar a algunos y de no ser capaz de hacerlo en muchos otros.
Empiezo a comprender lo que me quería decir aquella luz.
Soy solo un zorro subiendo una montaña de huesos y carne podrida en busca de una luz que apagar.
Me lo repite lentamente en mi oído con voz dulce, pero tapo mis oídos para no escucharla.
Me muerdo el labio y miro hacia arriba, donde me esperaba la luz más resplandeciente que había visto hasta ahora y recuerdo el por qué estaba haciendo todo aquello.
Comienzo a caminar nuevamente, ahora era mi cuerpo el que impulsaba a mis piernas.
Aquella luz, sería la última que apagaría.