La primera vez que lo ví experimenté un sentimiento de calidez que calmó mi corazón por un segundo.
Caminaba tanteando el terreno, cegado por las pequeñas pistas que la rabia me mandaba.
Me sentía perdido pero no quería flaquear. Para serme sincero, no tenía a dónde ir ni un camino dictado que seguir.
Los pasos se hacían cada vez más pesados, como piedras cargadas de sentimientos que me presionaban hacia el suelo, evitando que avanzara.
Había olvidado la calidez que transmitía una familia.
Llevaba demasiados años tras un desconocido como para poder recordarla.
Si tan solo pudiera ver aquella sonrisa una vez más...
Traté de imaginarla.
Eran unos labios dulces, delgados y siempre decorados con un color coral rosado, como el de la joya de la corona más cara.
Se curvaron levemente, dejando ver sus relucientes dientes. Era una sonrisa sincera, con la dulzura propia de una madre.
Pero algo andaba mal en mi recuerdo.
Los dientes se tornan en enormes colmillos, deformando la boca y haciendo que la sangre gotee por su mandíbula hasta el suelo, donde descansan los frívolos cadáveres.
Intento borrar aquellos pensamientos de mi mente para terminar con un suspiro, que parece que se los lleva con el aire.
La oscuridad seguía allí. Era incapaz de serenarse.
El negro se intercalaba con pinceladas de rojo y azul, formando un cuadro a mi alrededor que ningún artista era capaz de comprender.
A mis pies habían claveles rosados que a cada paso adquirían los tonos de la atmósfera que me rodeaba.
Caminaba decidido, aunque no supiera la dirección. Solo me hacía falta conocer el objetivo.
Y eso era incapaz de sacarlo de mi mente.
Hacía tiempo que mi piel se había convertido en un desierto de amargura que ni los baños podían sanar o limpiar.
Era incapaz de perdonarme a mí mismo todo lo que había hecho pero me escudaba en el pensamiento de que era lo correcto.
Detuve mis pasos y examiné el oscuro terreno que caía ante mí como un chiste.
¿Había llegado al final? Aquello era imposible.
Me asomo, viendo como las piedras del acantilado llegan hasta el final de un abismo infinito.
Mi mirada se centra en la luz que se encuentra justo al final.
Mi corazón se llena de calidez, siento un extraño golpe de felicidad que se combina con el perfume que tanto utilizaba mi madre cuando era niño.
Estiro los brazos con intención de agarrarla, pero está demasiado lejos como para alcanzarla.
Decido bajar, perseguir aquella luz que hacía tiempo que no podía sentir.
Los claveles crecen en la pared de aquel acantilado y van floreciendo según voy descendiendo. Pero se marchitan o tornan en oscuridad en cuanto las dejo atrás, como todas las que me seguían en mi camino hasta aquí.
Mis manos comienzan a sangrar y mi cuerpo a agotarse, pero decido seguir descendiendo.
El objetivo por el que tanto había luchado estaba demasiado cerca.
Consigo llegar al fondo del abismo. El polvo terroso me abre paso mientras camino por aquel lugar sin fin.
Me acerco a la luz con pasos temblorosos.
El camino se vuelve cada vez más claro, acompañados por las flores que me habían perseguido desde el inicio de aquel tenebroso trayecto, pero en lugar de marchitarse esta vez, crecen con los colores más vivos que jamás había visto.
Llego a su altura.
La luz se convierte en una persona que se voltea para mirarme.
Se acerca un par de pasos mientras permanezco completamente inmóvil.
Se detiene frente a mí, mirándome con lágrimas en sus ojos.
Llevo mi mano a mi corazón mientras respiro con dificultad.
Aquella luz era la causa de mi oscuridad.
Y la sonrisa que tanto añoraba volvió a aparecer.