La puerta entreabierta se alzó frente al muchacho de temblorosas manos.
Había permanecido un par de segundos ahí, petrificado ante la terrible escena que tenía que presenciar.
Las llamas bordeaban el marco de la entrada mientras escupía cenizas hacia el cielo de brillantes estrellas, que se burlaban jocosamente como una esperanza inalcanzable.
Las manos se convierten en puños que clavan sus uñas en la carne, como olas maltratando la costa de un acantilado, y sus lágrimas descienden por la gélida montaña de su cara para detenerse, como la lluvia, en la tierra manchada de sangre.
El rastro salía del interior de la morada, como si la serpiente que se había colado en la madriguera hubiera resultado herida.
La cabeza del muchacho gritaba confusa mientras se arrodillaba para observar el escenario, sabiendo que no podía hacer nada para detener la ira de las llamas.
Mientras suplica que la tormenta cese, un grito rompe el aire como un rayo que parte sus pensamientos por la mitad.
Reconoce la voz que jadea su nombre de forma entrecortada y se camufla entre los gritos de la madera y las llamas.
Se lleva las manos a la cabeza: Su mujer estaba todavía dentro de aquel infierno traído la realidad.
Su cuerpo entero se pone en marcha antes siquiera de evaluar las posibilidades que tendría de sobrevivir. Corre hacia el primer piso, justo hacia la voz de su mujer, cansada y desesperanzadora, para llegar al dormitorio principal.
Es ahí donde la ve desplomada en el suelo, su propia sangre empapa las tablas de madera que se encuentran bajo su cuerpo desnudo, manchado y lleno de arañazos.
Su vestido descansaba quemándose a unos pocos metros de ella, completamente rasgado. La blancura de la tela se había tornado en el gris característico de la ceniza.
El chico corre hacia la posición de su esposa, las lágrimas derriten sus mejillas, ardientes y cargadas de la misma ira que el fuego que les rodeaba. La coge en brazos, provocándole un dolor inmenso a la muchacha, pero ella apenas reacciona, es incapaz de hacerlo.
Los anteriormente cálidos brazos de la mujer de brillantes cabellos caen con pesadez, al igual que sus ojos, que luchan por mantenerse abiertos. La sangre sale de su vientre mientras su marido corre escaleras abajo con la rapidez propia de un ciervo.
Consigue llegar al exterior.
Deposita el cuerpo con sumo cuidado en el césped, a un par de metros de la entrada y mira a su alrededor en busca de una ayuda que jamás aparecerá.
—¡Ayuda!— implora al cielo, pero nadie le escucha— Cariño, mírame, por favor, todo saldrá bien, ahora mismo viene alguien— le asegura— ¡Ayuda!
La calmada mirada de la joven mujer se oscurece mientras él desgarra su garganta. Apenas le quedan fuerzas para reaccionar.
Su marido se quita la chaqueta que llevaba puesta y cubre el delicado cuerpo de porcelana de su amada para ver cómo poco a poco la tela se tiñe de un color escarlata.
La ansiedad acelera su pulso y las lágrimas vuelven a brotar, invocando a los puños que golpean el suelo con fuerza.
—Soy la rosa que se marchita— dice con las pocas fuerzas que le quedan a la mujer.
—No— responde él— a ti te han marchitado, amor mío. Te he merchitado.
Le acaricia las mejillas mientras trata de dedicarle una sonrisa, pero el llanto se deposita en sus labios, entrecortándolos.
—Pero no te preocupes, mi amor, iré contigo.
El hombre asegura aquellas palabras mientras mira con ternura los ojos de su mujer, cada vez más tristes y oscuros.
Ella levanta uno de sus brazos como respuesta, mostrando un objeto que sujeta con su mano tambaleante. Él lo coge mientras estrecha sus manos contra las suyas.
Reconoce lo que está viendo.
Aquel era el puñal con el que todo aquello había comenzado. La empuñadura de madera blanca, ahora empapada de sangre, terminaba en una pequeña decoración que se fundía con una fina hoja que se estrechaba con sutileza hasta terminar en una afilada punta.
Era imposible no reconocerlo, aquel puñal había sido un regalo de su padre.
Su cara se desfigura con desconcierto, solo había una persona de su mente capaz de conocer aquel puñal, pero no quería creerselo... Él no sería capaz.
—¿Has visto quién ha podido ser?— le pregunta a su mujer agarrando el puñal con fuerza.
Ella asiente y con dificultades señala el camino que se dirige a una pequeña arbolada tras ellos.
Gira la cabeza en la dirección señalada, esperando encontrarse con un demonio.
Pero allí solo puede ver al indefenso zorro con el que se había criado enseñándole los dientes.
Su cuerpo vuelve a quedarse de piedra mientras es incapaz de articular una sola palabra.
Mira a su mujer para descubrir que ambos están llorando. Él sujeta sus manos y las lleva hacia su pecho mientras se retuerce de angustia.
—Huye— le dice ella— vive por los dos.
—No puedo vivir sin tí, no puedo.
Repite una y otra vez apretando sus manos contra sí mismo. Ella mueve su mano para acariciar su pecho.
—Vive— le dice como despedida justo antes de que sus ojos se apagaran.
Y con ellos, también las estrellas.
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