El invierno no es una buena temporada para ver flores.
El muchacho caminaba al lado de una chica, como dos tímidas ovejas perdidas evitando al lobo que les perseguía.
Ambos miraban tras su espalda en busca de un mal que no terminaba de llegar. No se dirigían la mirada, incapaces de romper el gélido hielo que se había establecido a su alrededor y temerosos de que sus ojos se encontrasen. Ya fuera por el miedo o por la desconfianza que pululaba como un fantasma entre ellos, ninguno de los dos daba el primer paso.
El rumbo todavía seguía siendo incierto. La muchacha de cabellera negra permanecía sosegada dentro de su desorden mientras veía a su compañero marcar una ruta. Jugueteaba con un cacho de madera que había encontrado en el suelo, evitando así el nerviosismo que le crecía en el interior por estar a solas con él.
Al fin y al cabo, sabía de lo que era capaz.
Conocía a aquel hombre, era el ojo derecho de uno de los seres más poderosos del planeta. Su océano castaño acompañado con a espuma de mar grisácea era la prueba de su fangoso corazón.
No le gustaba juzgar a las personas, pero su compañero le llamaba la atención y la confundía en partes iguales. Siempre quiso saber las razones que le habían conducido a aquel enrevesado mundo sin orden que te asegura desde el primer momento que nada acabará bien.
—¿Puedo hacerte una pregunta?— dijo ella, rompiendo el silencio.
—No respondo preguntas— respondió este sin siquiera mirarle.
Ella chascó la lengua para seguirlo de un suspiro.
¡Qué molesto!
—¿Qué es lo que te hizo convertirte en un esclavo del terror y la oscuridad?— decidió lanzar al aire acompañado de una mirada pícara.
—He dicho que no respondo preguntas— volvió a insistir éste.
Volvieron a permanecer en silencio.
Ella decide desistir en su tarea de averiguar información y mirar como su espalda le guía en un camino sin rumbo cuando la voz de este rompe el aire.
—Digamos que busqué flores en la estación incorrecta.
Ella le miró con confusión. ¿Era un tema de amor? ¿De esperanza? No podía comprender aquella frase.
—¿Estás enamorado?— le pregunta.
Él se detiene para mirarla seriamente y romper en una carcajada. Despeina su pelo como si fuera una niña pequeña incapaz de comprender los temas de los adultos y vuelve a darse la vuelta.
—No existen esos sentimientos en mi corazón ni los van a existir.
Ella asiente varias veces con cansancio. No le gustaba el misterio, pero no podía esperarse nada de alguien que había vendido sus emociones a la tétrica oscuridad.
—No te entiendo, nadie buscaría flores en invierno— le dice.
—No tienes por qué hacerlo, estamos juntos para hacer un trabajo, nada más.
Suspira, era realmente molesto.
Mira al suelo tratando de buscar un punto de apoyo para aquella conversación a sabiendas de que no encontraría absolutamente nada.
Pero lo que encuentra le da pie a iniciar una nueva. Se fija detenidamente en las pisadas que encuentra en el suelo.
De pronto la cabeza del muchacho se coloca al lado de la suya, curioso por saber que había provocado que se detuviera. No se sorprende, más bien sonríe para sí mismo.
—¿Son pisadas de un ciervo?— pregunta ella.
Él camina siguiendo el rastro, acelerando el paso con una pequeña chispa de emoción.
—¿Estamos siguiendo a un ciervo?— pregunta ella nuevamente.
Pero no recibe ninguna. Decide colocarse nuevamente a las espaldas de su acompañante lo más rápido posible, no quería perderse en las profundidades de aquel bosque sin salida.
Dirige su mirada nuevamente hacia su acompañante para ver como tensa sus puños y poco a poco palidecen, hasta tornarse en un color tan oscuro que te deja sin aire.
El paseo se convierte en trote y este, en una frenética cacería que llega hasta el claro del bosque en el que estaban.
Observa la extensión de terreno desde lo alto de la colina.
Allí no había ningún ciervo.
Pero sí un muchacho alto, de pelo oscuro y cubierto con ropa de invierno.
El nuevo desconocido estaba sentado en el tocón del árbol más cercano al pequeño lago de agua cristalina.
Nos mira desde allí, como estuviera esperándonos.
Su compañero cubre su cuerpo de un manto oscuro, su mirada se funde con la ira y la tristeza.
—Míralo bien— dijo éste— él fue el invierno que se impuso a las flores.
Ahora lo entendía todo.
El sentimiento que le llevó a la eterna oscuridad...
...fue la venganza.