Una vez me leyeron un cuento, de esos que crees que son inofensivos visto con ojos inocentes pero realmente esconden punzantes realidades que afloran cuando empiezas a reflexionar sobre él en tu cama por la noche.
Caía la nieve con delicadeza, como aquel hermoso baile que bailan mis padres en su boda y en el que se combinaban el calmado azul con el prudente blanco.
El vapor salía de la boca de un pequeño muchacho que caminaba por un rocoso camino de piedras planas acariciadas por el frío de aquella tarde.
El niño llevaba una pequeña estructura de madera a sus espaldas y miraba al suelo en busca de algo que solo él sabía dónde buscarlo.
Su cara se alegra con emoción y se agacha rápidamente para recoger un pequeño palo que tarda en desenterrar con sus manos rojizas y coloca a su espalda junto con los otros tocones y ramas que guardaba la estructura.
El invierno había alcanzado los primeros días de vida con aquel atardecer y los suministros de la cabaña estaban vacíos ya que el muchacho había perdido a su familia semanas atrás, por lo que la recolección para sobrevivir en invierno se había atrasado hasta que el miedo ya estaba encima de la tormenta.
En la floresta, la calma y el silencio habían llegado para quedarse durante una buena temporada. Apenas se escuchaba nada más que el bombeo de su propio corazón o el crujir de la nieve con cada paso que avanzaba.
Al menos, durante un par de horas, hasta que un grito estremece los huesos del niño.
Algo en su interior le decía que ignorase aquel lamento, que la vida era dura para todos, pero, por otro lado, solo quería correr y darse un nuevo motivo para seguir vivo.
Sus deseos fueron más fuertes que sus miedos por primera vez en años.
Sus piernas corrieron incluso más rápido que su respiración.
Y ahí estaba, su salvación: Un pequeño osezno rodeado de sus padres.
Todos se dirigieron a él, coloreando el nerviosismo, el terror y la tristeza en aquella mirada.
Los padres avanzaron un par de pasos, cubriendo a la pequeña cría tras sus cuerpos y el niño retrocedió con ellos con una única idea esculpida en su mente.
¿Era así como acabaría todo? El miedo quería brindarle esperanzas, pero algo dentro de él sentía que era lo mejor.
Fue entonces cuando el animalito vuelve a teñir el aire de dolor, levantando preocupación en su familia, que se voltean para ver si podían hacer algo, presas del pánico.
La curiosidad permite al muchacho ver lo mismo que estaban viendo los osos. El tinte carmesí que había aparecido durante días en sus sueños emanaba de la pierna de aquel niño. No se detenía, sin piedad ni emociones.
Los padres lloraban mientras daban zarpazos al aire, incluso llegando a rasgar la carne de su pobre cría, que estaba prácticamente inconsciente tendida en el frío del invierno.
Y como aparecieron, los dos padres se fueron.
El desconcierto se quedó con el muchacho y el osezno, que se encontraban solos uno frente al otro, proyectando todos sus miedos a su distancia.
El oso gemía de dolor y el chico lloraba por dentro al ver lo cruel que podía ser la vida de nuevo.
Apretó su mandíbula y, bajo la triste mirada de aquel animal, se volteó, dándole, al igual que su propia familia, la espalda.
No se sabía cuál de los dos lloraba más en aquella momento, pero ambos tenían sus corazones en el puño del otro.
El muchacho llegó a su cabaña, el calor le dio la bienvenida, pero la alegría no, ella se había enterrado en aquel bosque.
El osezno miraba el cielo mientras los copos de nieve se convierten en lágrimas que teñían su pelaje de azul.
Era muy joven para ver más allá del punzante dolor que le recorría todo el cuerpo, para ver que aquel era su final, que sus padres se habían ido con una promesa estúpida entre miradas de que volverían y nadie iba a socorrerlo.
Pero como si el destino estuviera hibernando como el resto de animales, algo totalmente inesperado sucedió.
Los frenéticos pasos de una carrera se acercaban directamente a la indefensa fiera y la sombra que poco a poco se desdibuja del inexpresivo escenario se convirtió en un nervioso muchacho que cargaba con un maletín de madera.
Un niño curó al otro bajo la soledad de la estación.
El pequeño oso cojeó hasta la cálida cabaña apoyado en el exhausto muchacho que aguantaba de aquel pesado compañero.
Las horas se convirtieron en días y estos, en semanas.
El osezno terminó por vivir los días que nadie creía que sería capaz y el humano llenó su vacío con las risas de aquel niño, devolviendo la alegría que creyó muerta.
Pero algo dentro del pequeño siempre le impulsaba a dar paseos bajo la nieve en busca de algo que ni siquiera él sabía dónde encontrar.
El muchacho le miraba desde la lejanía, compartiendo su mismo sentimiento. Por eso, trataba disipar sus miedos con más compañía, pues era lo que creía que funcionaba para espantarlos.
Pero no fue así, con cada tormenta, con cada momento feliz, aquellos miedos surgían del interior de su hermano.
El vacío era incapaz de llenarse con calidez. Y ambos acabaron rotos y fríos apoyándose el uno en el otro.
Hasta que una tarde, el joven muchacho decidió hacer feliz al oso.
Buscó a sus padres y, aunque casi le cuesta la vida, les trajo a la cabaña bajo aquella helada que palidecía su piel.
El pequeño osezno sonrió.
Y todos fueron felices y comieron perdices. O eso es lo que te hacen creer.
Pero nadie te cuenta que el muchacho volvió a sentirse solo de nuevo.
Porque era torpe.
Porque volvió a ser incapaz de ser suficiente.