Ella no quería saber nada del amor, cada día ataba sus cabellos con un cordel de oro decorado con un ópalo en su centro.
El viento caminaba errante buscando algo que le hiciera sentir vivo de nuevo, algún sentimiento que le hiciera conectar con alguien.
La muchacha de cabellos dorados conocía la presencia del viento, que llevaba meses sin tocar la melancólica canción que invitaba a bailar y que ella extrañaba, pero él nunca se había fijado en la presencia de ella.
El mes de agosto había empezado sin una brizna de viento, afligido por sus sentimientos, éste había decidido descansar en el caótico océano.
Los acantilados se presentaban como castillos flotantes, implacables ante el mar y la tormenta de emociones que estaba teniendo el viento, que rebotaba contra la piedra, cegado.
La ira se apodera de él, grita, chilla y patalea, incomprendido por su entorno. Azota sin piedad los acantilados, levantando la tierra y combinándola con las gotas de agua que flotaban con violencia.
Fue ese preciso día en el que la dorada muchacha decidió pasear cerca del mar. Mira el paisaje con alegría hasta que se fija en los precipicios que hay a su derecha, justo al lado de la playa.
No puede evitar levantarse de la tibia arena y observar con más detenimiento la batalla que estaba teniendo el mar, la tierra y el viento.
Levanta su vestido y camina hacia el acantilado, manchando sus pies con el barro que se había formado. El viento azota con fuerza su cara, como látigos acompañados por las tímidas gotas de agua.
Pero ella se queda inmóvil cerca del abismo.
El viento sopla con más fuerza, desahogandose con la pobre muchacha, calando en sus huesos y despeinando sus cabellos.
Pero ella sigue ahí, inmóvil.
Extiende sus brazos, cierra sus ojos en el borde del acantilado e inspira hondo, el viento la atrae junto a él, hacia el mar, quiere sentir la calidez del abrazo de la muchacha y librarse de aquella angustia soledad.
-Llévame contigo- susurra la mujer.
En ese momento, la tormenta cesa, ella se sorprende y mira a su alrededor. El viento le mira con ternura, nunca nadie se había alegrado de su presencia y la muchacha se sonroja.
Ese fue su primer encuentro de muchos.
Ella adoraba la delicadeza que él tenía cuando estaban juntos pero también la fuerza con la que golpeaba los árboles y la tranquilidad que le proporcionaba al escuchar su cántico por las noches.
A él le encantaba lo cálida que era y las sensaciones que le hacía sentir con solo mirarle, las historias que le contaba antes de irse a dormir y como se colocaba aquel hilo de oro tras su oreja cuado se ponía nerviosa.
Como cada tarde, ambos habían quedado en el precipicio, la brisa acariciaba la hierba, enredándola entre sus dedos con nerviosismo a la espera de que ella dijera algo.
Sus miradas hicieron contacto y una chispa saltó en el interior de sus corazones.
-Te quiero- le dijo ella.
El viento sopló con delicadeza sus mejillas como respuesta y el anudado cordel se desató para perderse en el atardecer. Sus cabellos bailaban como los rayos del sol en el mar al compás de la melodía que él le tocaba con pasión. Ella sonrió y él le agarró de la mano.
Aquel nuevo sentimiento en sus corazones era el amor.
