Ocurrió justo después del atardecer.
Esa tétrica y oscura puesta de sol cambiaría todo en mi vida.
Recordaba aquel día con exactitud.
El 12 de octubre.
Fue imposible olvidarse de cómo sus manos temblaban mientras caminaba por una oscuridad de la que nunca escaparía y de la que jamás conseguiría traerla de vuelta.
El sol, mi querido sol, se sumerge en una noche tormentosa.
Todo comienza por la tarde.
Mi esposa y yo vivíamos en una cabaña de madera, a las afueras.
Habíamos escogido aquella ubicación para poder estar cerca de mi familia, la cual vivía a un par de calles, integrados prácticamente en el bosque.
Como cada tarde, ella se sentaba en la hamaca del porche con un libro de páginas gastadas, ya que adoraba los libros de segunda mano, y una pequeña taza blanca con humeante café. Los rayos del sol que se filtraban con tranquilidad hacían que su aura brillara de una forma elegante y angelical.
Había simpleza en todos los movimientos que me enamoraban, melodiosos cada vez que pasaba una página o acercaba su mano hacia el café mientras continuaba inmersa en la lectura.
Sonreí orgulloso mientras encendía el cortacésped. Dejaría que ella descansara.
Tras unos minutos de trabajo, mi mente se desplaza en el cielo, perdiéndose entre las nubes que cubrían el inmenso cosmos que nos rodeaba, grande y poderoso.
Un ser que nos envuelve de oscuridad pero que gracias a la calidez del sol, nos sentimos protegidos y cuidados.
No puedo evitar girar la cabeza hacia el porche, con la ilusión de ver la estrella más cálida de mi vida, la cual me había salvado de la noche más oscura y tétrica a la que jamás me hubiera podido enfrentar.
Pero todo se difumina con la amargura al darme cuenta de que mi sol ha desaparecido. Su libro descansa en el suelo y la taza está partida en añicos que se esparcen por el porche.
Algo había pasado.
La ansiedad se apodera de mis temblorosas manos que buscan en el aire las respuestas que no puedo darle.
Corro hacia el porche, esperando que esté en el interior de la casa, que simplemente se le hubieran caído las cosas y había ido a buscar con qué limpiarlo.
Pero tras registrar todas las habitaciones, una por una, no encuentro rastro de mi mujer.
Mi cabeza me lleva al bosque. No había otro lugar al que podría haber ido. Al buscar en la casa no había visto ninguna marca de ruedas en la carretera y su coche permanecía en el mismo lugar.
Corro hacia la arboleda, que mira con tristeza los impulsivos movimientos que me acercan hacia ella.
No obstante, justo en la entrada, un hombre me detiene.
Lleva una capa negra que llega al suelo y que le cubre el rostro con una capucha excesivamente grande.
Me mira y me detengo al instante, apretando los puños y temiendo que aquel hombre fuera el causante de todo aquello.
Se quita la tela que le cubre la cabeza para dejarse ver: Era un hombre atractivo, de melena oscura, a juego con una tímida barba de dos días y unos penetrantes ojos azules que acompañaban los hoyuelos que se le forman en la sonrisa.
-¿Quieres recuperarla?- me pregunta.
Enfurezco y cargo contra él. Pero la capa se mueve rápidamente, dejando que escape un par de pasos atrás.
-¿Dónde está? ¿Qué le has hecho?- le pregunto, con los sentimientos golpeando mi corazón.
-Tranquilo- me contesta sonriendo- ella está bien, está con nosotros, pero no te la dejaré ver todavía.
-¿Qué es lo que quieres?-le digo, impulsado por sus palabras.
Aquel hombre da un paso hacia mí como respuesta. Le miro desde abajo, era más alto que yo.
-Tu padre me ha robado cierto objeto- enuncia.
Palidezco al darme cuenta de quién es la persona que tengo frente a mí e instintivamente me alejo un par de pasos. Mi mente hormiguea, al igual que mis piernas.
Sentí el verdadero miedo recorriendo mis carnes.
-Vaya, no me esperaba esta reacción- hace una pausa para tenderme la mano- tranquilo, no te haré nada. Y a ella tampoco. Solo quiero que me hagas un pequeño favor.
-El objeto- digo, volviendo en mí- lo recuperaré, pero déjala, ella no tiene nada que ver en esto.
-Claro que tiene que ver, es mi billete para recuperarlo- sonríe burlón.
-Antes de hacer nada, necesito verla- le digo, más como una imploración que como una amenaza- quiero ver que está bien y no le has hecho nada malo.
-Claro, es comprensible- hace una pequeña pausa- a tu derecha.
Y allí estaba ella, inmóvil frente a nosotros y con la cara roja de llorar y su cuerpo temblando de frío.
No reacciona, por lo que trato de ir a su lado. Pero él me lo impide.
-Traeme la bolsa que está en la habitación de tu padre, mata a tu familia y podrás volver a verla- dice.
Respiro con fuerza, presa por la rabia. Al principio no había nombrado aquel pequeño detalle final.
-Con que te devuelva lo que es tuyo es suficiente- digo, mirándole con odio- déjalos en paz.
-A los perros se les educa con firmeza- contesta con una sonrisa- Tú decides, o ellos... o tu querida mujer.
Aquellas últimas palabras las dijo a su altura, agarrándole del cuello mientras la asfixiaba y ella se retorcía con ojos llorosos.
-Vale- respondí, y él la soltó- lo haré.
No tenía escapatoria.
Me dieron a escoger. Y elegí al sol que me acompañaba en el frío invierno.