Capítulo 27. Acecho.

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Sabía que había llegado el momento.

Ya no podía huir de mí, sabía exactamente todos sus movimientos desde hacía dos semanas... Y el único momento en el que ella estaba sola era cuando recibes una llamada de aquel hombre.

Esta noche no iba a ser distinta, te vi hablando con él desde la ventana.

Siempre hacías lo mismo: Te encerrabas en el baño con la excusa de que tenías que usarlo y sacabas el móvil a las diez en punto de la noche.

Siempre a esa hora.

Te pones la americana negra y le engañas diciendo que tienes que trabajar cuando tu y yo sabemos que es mentira.

Le dices "te quiero", cuando no mostraste el mismo amor por nuestros padres o por mi.

Le das un beso en la frente y te vas, abandonándola, como a todos a tu alrededor.

Tardas catorce segundos en atravesar el jardín para llegar hasta tu coche y otros treinta en arrancarlo e irte.

Miro el reloj, hoy habías sido extremadamente puntual.

Camino despacio viendo como el segundero avanza rápidamente.

Tenía una hora y quince minutos antes de que llegaras al bar donde te solías reunir con aquel hombre.

Tu mujer, mientras tanto, se sienta en el sofá de la chimenea con el libro que nunca termina de leer.

Pero no aguanta más de diez minutos sentada en aquel lugar.

Comienza a rascarse levemente el cuello, después con más fuerza, hasta que nota el hilo de sangre resbalando por su piel.

Después va hacia la cocina, llora su soledad mientras bebe un vaso de agua y continúa su desesperada lucha contra la ansiedad que tú le has provocado.

Aprovecho aquel momento para comprobar que no se me ha olvidado nada.

El plan tenía que salir perfecto.

Abro la mochila y saco los objetos de su interior: Una cuerda, un mechero, bridas, un puñal, telas...

Vuelvo a comprobarlo, haciendo una pequeña lista mental de todo lo que debería llevar conmigo.

Está todo.

Suspiro de alivio y vuelvo a poner la mochila sobre mis hombros.

Bajo la ladera con calma.

Vuelvo a mirar el reloj.

Solo habían pasado seis minutos.

Crujo los puños, ahora mismo ella tendría que estar en su habitación, en la parte superior, llorando y consolándose con la almohada.

Todo iba sobre ruedas.

Ladeo mi cuello hacia ambos lados para crujirlo. Necesitaba relajarme o echaría todo el plan a perder.

Subo las pequeñas escaleras del porche como tantas veces me había imaginado.

Los tablones crujen bajo mi peso. Era melodioso.

Me detengo frente a la puerta y extiendo el brazo para llamar al timbre.

Se escuchan pasos dentro de la morada que no tardan en detenerse ante la puerta, no obstante, esta continúa inmovil un par de segundos antes de en abrirse, nerviosa y dubitativa.

El rostro de una muchacha de cabellos de oro y ojos aguamarina me pregunta con el ceño fruncido, pero sin decir ni una sola palabra, qué hacía allí.

Lleva su mano hacia el cuello, para volver a rascarse, pero al recordar su reciente herida se detiene y solo apoya su mano en el marco de la puerta con nerviosismo.

—Hola, hacía una eternidad que no te veía— digo con una agradable sonrisa— ¿Puedo pasar y nos ponemos al día?

Ella se sorprendió en un primer momento de mis palabras, pero no la culpaba, apenas había escuchado mi nombre en los anteriores diez años.

Pero tras un titubeo, muestra su sonrisa como respuesta.

—Claro, adelante, nuestra casa es la tuya, siempre la ha sido.

Avanzo al interior de la casa.

Ese simple paso fue el principio de tu fin.

Quedaban cincuenta y tres minutos hasta tu regreso.

DOS VIDASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora