Son las diez de la noche pero el sol todavía me persigue.
Todo está sumido en la característica calma que precede al oscuro y desgarrador temporal.
¡Qué extraño contraste el de mi interior con aquel paisaje!
Me tumbo sobre el césped, más seco que verde, y contemplo las nubes que me acompañan, convencido de que deberían ser estrellas.
Suspiro pensando en tiempos antiguos y callando todos los pensamientos que trataban de aprovechar el silencio para volver a acosarme, para volver a hacer que me sumiera en la soledad con ellos.
—Todo está bien— pronuncié sin darme cuenta.
Era doloroso tener que escuchar a alguien, aunque fuera yo mismo, pronunciando aquellas palabras para mantenerme tranquilo.
Pero lo cierto es que cumplían su cometido.
Dejo que el suave rastro de tranquilidad baile entre los mechones de pelo que no estaban pegados a mi frente por el sudor y relajo todos los músculos gracias a un nuevo suspiro.
Estaba cansado, pero el trabajo estaba hecho, o, al menos, uno de los muchos que tendría que hacer.
El sol seguía mirándome, un poco más apagado que antes, como si su brillo fuera la llama de una vela a la que apenas le quedaba cera.
No puedo evitar pensar en ti, porque siempre lo hago.
Pensar en como te he apagado de golpe por una mala decisión, en cómo has luchado por volver a brillar... Y en como estás volviendo a recaer en la noche.
Seguí pensando en ti, porque tú eras la única capaz de callar aquellos demonios que querían consumirme.
Pensé en tu cabello mojado cuando fuimos a aquel lago, en cómo nos abrazamos bajo aquella cascada o como recorrí tus curvas con mi mirada.
Eras el sol que siempre quería ver, incluyendo al anochecer, como en esta ocasión.
Pero el atardecer nunca tarda en llegar, ya sea tarde o temprano, el sol termina desapareciendo.
Y después todo se vuelve oscuro y mi mente se desdibuja bajo la capa del villano que siempre me persegue, pero no me cuenta su plan.
Tu cara continaba frente a mí cuando los demonios me alcanzan, pero tú sonrisa se torna en llanto; tu delicada piel ahora está llena de arañazos, de moratones y de heridas tan hondas que nunca se curan y tú personalidad estridente y alegre ahora está callada.
Llevo las manos a mis ojos y los presiono con fuerza, convencido de que aquel acto haría callar la realidad de la que escapaba.
Pero todo se torna más y más oscuro bajo mi piel.
Dejo de apretar mis manos contra mi cabeza para autoconvencerme de que controlaba aquella situación.
Abro los ojos mientras las piezas borrosas comienzan a encajar en el puzzle.
Así eras ahora, lo sé, lo sabemos, y no puedo hacer nada.
Por mi culpa, todo era mi culpa.
Un pequeño brillo carmesí entra en mi campo de visión.
Sangre.
Mis palmas estaban manchadas de sangre.
Apoyo el dorso de la mano sobre mi frente, ya manchada de aquel crimen que sabía que había cometido y que me acompañaría para el resto de mi vida.
Como todos los otros.
Como todas las cicatrices.
Al fin y al cabo,
todavía había trabajo por hacer.