Era una tarde en la que el otoño perseguía al invierno.
La tranquilidad acariciaba las briznas de hierba con las que jugueteaba, haciendo lazos entre mis manos para romperlos al separar mis dedos.
Había paz en la atmósfera cubierta por nubes grisáceas, encapotando el cielo.
Todo tenía el color apagado que solía tener y que combinaba a la perfección con las hojas castañas del árbol en el que me apoyaba.
Caían delicadamente, huyendo del debilitado árbol.
Las ramas de este trataban de agarrar aquellas partes de sí mismo mientras ondeaba con el viento, pero era incapaz.
Todas huían de sus raíces, como yo.
Mi cabello bailaba mientras miraba a la nada. Apoyo la cabeza en la corteza y suspiro.
A veces también me sentía como el propio árbol, cansado de ver cómo todo se desvanecía y moría sin poder hacer nada.
Estaba cansado.
Las personas corrían ajetreadas al interior del edificio mientras que otros se movían con tranquilidad en dirección contraria, hacia el exterior.
Hacía tiempo que ya no prestaba atención a los desconocidos, eran extraños con los que no podías tener contacto ya que a la mínima podían arrebatarte lo más preciado de tu vida.
Aquella era la lección que me había tocado aprender y que se había convertido en mi lema de vida.
La soledad era lo mejor para mí.
Hacía tiempo que me ocultaba del monstruo que miraba entre las sombras.
Era una persecución que tenía que vivir solo, no volvería a arrastrar a nadie hacia mi error. Ya lo había pagado muy caro una vez.
Dejé que el pequeño rayo de luz que se colaba entre las nubes me golpeara la cara, sonreí, aquella calidez era lo único que me hacía recordar que una vez no estuve en esta situación.
Que el sol estaba a mi lado, sonriendo y llenando mi vida de belleza.
Pero el demente pensamiento de que de un día a otro todo desaparecía venía a continuación de ese pequeño atisbo de felicidad.
No culpaba a nadie.
Yo fui la nube que cubrió el buen tiempo.
De repente, una sombra cubre el haz de luz, un cuerpo se planta frente a mi pero ni siquiera abro los ojos para comprobar de quién se trataba.
—Tenemos una invitada— me dijo, su voz era tan fría como siempre.
Abrí mis ojos para encontrarme con el muchacho de casi dos metros cruzado de brazos ante mi, su cabello rubio estaba despeinado por el viento. Aquella seriedad no era normal.
Me levanté y él se apartó para dejarme ver de quién se trataba.
Mi corazón se heló, la muchacha tenía cabellos pelirrojos, su mirada era el reflejo de un bosque en un lago en calma y su tez era pálida como una tarde de verano en la playa.
Sus ojos se toparon con los míos y tuve que apartar la mirada.
Mis manos comenzaron a temblar sin darme cuenta pero ninguno de los dos parecía notarlo.
Mi cuerpo ardía de ansiedad.
¿Quién era aquella muchacha?
Volví a mirarla, de arriba a abajo, ella respondió con nerviosismo, se mordió el labio inferior y agarró su jersey negro tratando de taparse y parecer menos importante.
Ahí pude comprobar lo que me temía.
Aquella chica era justo lo que había perdido y que no podía recuperar.
Pero aquel pequeño haz de luz se posó sobre nosotros.