Decimoquinta Parte

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Estaba nervioso. Tanto que no podía parar de moverse. Daba vueltas alrededor de la entrada al pasillo de primera clase, tratando de encontrar el coraje para confesar sus sentimientos a Volkov. Cuando pensaba que estaba preparado comenzaba a caminar en dirección a la sala donde se solían reunir los caballeros, pero inmediatamente deshacía sus pasos y volvía atrás al imaginarse la escena que iba a acontecer: Víktor con aquel atuendo elegante que solía llevar, tan alto como él era, su cabello plateado brillando y sus ojos azules clavando su mirada en él mientras le confesaba todo.

Solo visualizarlo en su mente hizo que los latidos de su corazón aumentaran de velocidad. Rápidamente se agachó y escondió el rostro enrojecido entre los brazos, intentando calmarse.

-Vale -dijo para sí mismo-. Puedo hacerlo, se puede.

Volvió a incorporarse y con un hondo suspiro avanzó por el pasillo. «Voy a hacerlo, voy a hacerlo» se repetía mentalmente, como un mantra que le ayudaba a continuar. Así, llegó ante las puertas que daban a una sala en la que los pasajeros de primera clase se encontraban. El sonido de un cántico a coro se filtraba por las puertas cerradas.

-Disculpe, no puede pasar -le detuvo uno de los porteros-. Ahora mismo, los señores se encuentran en mitad de la liturgia.

Horacio miró a través del cristal traslúcido de la puerta, comprobando que efectivamente estaban en una misa. La figura borrosa de un sacerdote se distinguía ante el grupo. Incluso sin poder ver bien el otro lado, el cabello y la altura del ruso al que buscaba llamó su atención irremediablemente. Había logrado llegar hasta allí y estaba tan cerca que no podía volver atrás.

-Solo quiero hablar un momento con una persona, no tardaré mucho -dijo él.

Antes de que el portero pudiera responder, José Heredia apareció por la puerta.

-Ya me encargo yo -le comunicó al portero antes de dirigirse a Horacio, a quien se llevó del brazo hacia un lado, alejándolo de la entrada.

-Señor Heredia, por favor, dígale que solo quiero ver un momento a Volkov...

-El señor Volkov y los señores Gambino agradecen toda su ayuda -dijo fríamente-. Les gustaría recompensarle con esto.

José agarró la mano de Horacio, abrió sus dedos y deslizó sobre la palma un fajo de billetes.

-Confían en que esté satisfecho con esa cantidad -añadió- y se despiden cortésmente deseándole un buen viaje.

Cuando acabó de recitar el mensaje de sus jefes, Horacio se quedó mudo. Sabía leer entre líneas perfectamente para entender que no deseaban verle más y lo estaban echando de sus vidas. Sin embargo, estaba seguro de que Víktor había estado bien con él y no lo despacharía así.

-Pero...-empezó a replicar.

-Yo que usted aceptaría la buena voluntad de mis jefes y no me involucraría más en negocios que no me atañen, creo que ya ha recibido una recompensa más que suficiente -le interrumpió José Heredia.

Dando el asunto por concluido, se dio la vuelta y entró en aquella sala privilegiada en la que se encontraba el ruso. Horacio se marchó cabizbajo, alejándose de los porteros que aún lo vigilaban por si intentaba algo.

-Si creen que me voy a rendir tan fácilmente es porque no me conocen -murmuró Horacio, levantando la cabeza y mirando a su alrededor.

Divisó una pequeña habitación abierta en el pasillo en el que parecía haberse quedado atrapado desde hacía horas y entró en ella, dejando la puerta entornada y escondiéndose en la oscuridad.

Desde allí, esperó pacientemente a que terminara la misa y salieran todos. Cuando escuchó a la gente que abandonaba la sala, asomó un ojo cuidadosamente por la puerta entreabierta. Horacio no tardó mucho en divisar al mismo grupo de siempre en el que estaban los Gambino, José Heredia, el abogado Raúl Salinas, el capitán Greco, el ingeniero Jaume, el periodista y otros caballeros y señoras cercanos. Detrás de ellos, les seguía a cierta distancia el taciturno ruso, que parecía sumido en sus pensamientos, al margen de las charlas del resto.

Sigilosamente se retiró de la puerta para no ser descubierto y aguzó el oído. El volumen de las conversaciones aumentó cuando pasaron delante de la habitación en la que se encontraba oculto, para después disminuir conforme se alejaban por el pasillo. Unos segundos después, los pasos de Volkov, que caminaba lentamente, se hicieron eco.

Una sonrisa pícara apareció en el rostro de Horacio antes de abrir la puerta rápidamente, agarrar al ruso por el brazo y arrastrarlo al interior de la habitación.

AU TITANIC - VOLKACIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora