Por las mañanas cuando hacía la cama, no le pedía a la gloriosa mano de dios que me inundara con recuerdos ni destellos, que en años luz terminaban perdiéndose.
Por las tardes cuando transcribía no le pedía a las fuerzas del inframundo que tu silueta y el humo de tus cigarrillos trajeran de vuelta a mi mundo.
Por las noches, cuando el frío me alcanzaba y ni un alma en pena se atrevía a tocarme por miedo a quedar maldito, el recuerdo de tu cuerpo controlaba el ardor de mi piel y el frío de mis huesos, como aquel primer día en el que nos fugamos de aquel paraíso visble para todos e inexplicable para nosotros.
Debí predecir que algo así sucedería, que al llamarte tendría que recurrir a recuerdos y nada más que eso.
Que al desearte tendría que rogar por algo tan simple como un beso.