DIECIOCHO

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Viernes por la noche, ese era el momento en que el restaurante de los Landcastle acogía a cientos de clientes dispuestos a recibir el mejor agasajo de sus vidas; desde una pareja en su primera cita, hasta los enormes grupos empresariales. Aquella noche, Olivia Landcastle había decidido arrojar la toalla por primera vez en su vida y reportarse indispuesta, sin importarle el exceso de trabajo que depositaba sobre los hombros de su tutor.

La joven respiraba con dificultad, constantemente llevaba el inhalador a su boca para derribar aquel obstáculo. El frío dominaba la habitación, pero eso no evitaba que las perlas de sudor ornamentaran su frente. Llevaba el cabello sujeto en una cola de caballo, y sus manos, enguantadas con látex, se deslizaban sobre un rectángulo de papel como si su vida dependiera de ello. Afilaba sus lápices una y otra vez, estiraba el cuello de su camiseta blanca para disminuir la sensación de asfixia y pellizcaba sus piernas desnudas para no caer en las garras del sueño.

Soltó el lápiz de grafito y estudió la mancha que había dejado en el papel. Aspiró unas cuantas bocanadas de aire para armarse de valor y llevó el dibujo al otro extremo de su alcoba. Cogió un poco de cinta adhesiva para las cuatro esquinas y lo fijó a la pared, junto al resto. Retrocedió unos cuantos pasos y contempló su obra.

De esquina a esquina, la pared se hallaba revestida por cientos de sus dibujos, que, unidos, formaban un enorme mural. Olivia cubrió su boca, espantada por lo que sus manos habían creado.

Parecía un enorme pozo, oscuro y profundo, a su alrededor, cientos de demonios y otras criaturas de pesadilla corrían hacia la superficie sedientos de sangre; era como si alguien les hubiera concedido la libertad. En el centro de la composición, un par de ojos brillaban en lo más profundo del pozo; emanaban maldad, poder y muerte.

—La bestia —susurró, sin apartar la mirada de aquellos ojos que gritaban por su atención—. El destructor.

Apartó la mirada y corrió directo a la cama. Echa un ovillo, apretó su celular contra el pecho y cogió el primer dibujo que hizo: el demonio de tubérculos. Desde su aparición, Olivia no había dejado de tener aquella visión, la cual se veía obligaba a inmortalizar en carboncillo.

Gritó hecha una histeria, destrozó el papel y arrojó los trozos lejos de ella. Se cubrió con la cobija y deslizó el dedo por la pantalla de su celular.

—Voy camino a tu casa, nos vemos en la terraza —La voz le temblaba, sus labios rozaban el micrófono del dispositivo—. Necesito ayuda...

***

La luna sonreía desde las alturas, y Axel Fisher, acostado en medio de la terraza del edificio donde residía, se imaginó saltando en la superficie rocosa de aquel brillante astro. Flotar y dejar atrás todas las preocupaciones. Pensó en Led y su viaje junto a Rakso, lo extrañaba, deseaba que estuviera ahí con él, animándolo con sus palabras o simplemente hablando de comics.

‹‹Olivia››, el nombre de su amiga resonó dentro de su cabeza. La joven se había distanciado un poco a causa del trabajo y las complicaciones que surgían en la inauguración del próximo restaurante de sus padres.

La universidad también lo estaba asfixiando, pero eso era el pan de cada día, y el estrangulamiento se intensificaba cuando el final de curso se aproximaba. Una semana más, pensó él, y sería libre de toda responsabilidad académica.

Y, por último, y más importante, su madre. La enfermedad le consumía la vida y el tratamiento no parecía causar ningún tipo de efecto. Con cada día que pasaba, sentía que un fragmento de ella se le escapaba de las manos. La impotencia era descomunal, necesitaba hacer algo por la mujer que le había dado todo, pero, ¿qué? Visitarla, leerle, hablarle, abrazarla y besarla no bastaba, ni era la respuesta para curar su padecimiento.

Los Siete Pecados Capitales: Príncipes Infernales (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora