PRÓLOGO

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El reino de las tinieblas, un vasto lugar del mundo espiritual que se encontraba conformado por numerosas regiones infernales repletas de sufrimiento y muerte, que iban desde extensos desiertos estériles, hasta profundos y oscuros océanos; habitadas por hordas de demonios y almas condenadas a sufrir por los pecados que habían cometido en vida; regidas por un rey de la muerte, una entidad que representaba la encarnación suprema del mal y la mismísima soberbia...

Lucifer, con puño de hierro, gobernaba aquellas tierras a través de una enorme ciudad espiritual llamada Babilonia, debajo de ésta, se encontraba el resto de las regiones que componían todo su reino de terror y muerte.

Aquel día, los siete príncipes infernales se encontraban reunidos en una enorme sala moteada por crepitantes antorchas y un sinfín de robustas columnas que se perdían en un oscuro techo abovedado. Las voces estallaban con ferocidad en una discusión que llevaba días sin llegar a un acuerdo.

—¡Silencio! —bramó el temido rey desde su trono—. Ya que es imposible ponernos de acuerdo, seré yo quien decida.

Sus súbditos aguardaban en silencio, expectantes.

—Hoy será el día —decretó con rotundidad.

Junto al trono, Satanachia, la mano derecha de Lucifer, su confidente y comandante en jefe, estaba presente en la reunión, siempre custodiando, aconsejando y velando por la seguridad de su rey... Ninguno lo vio venir.

Primero fue el sonido de una explosión, luego rugidos, gritos de guerra y el sonido del metal contra el metal.

Al otro lado del ventanal que se alzaba en la sala, los líderes observaron pasmados las columnas de humo que se elevaban por toda Babilonia.

—¿Qué está sucediendo? —quiso saber Leviatán, el demonio de las aguas.

—Parece que alguien ha enviado a sus ángeles —escupió Lucifer con desagrado. Su mirada, más que miedo o sorpresa, demostraba ira. Las venas se marcaban en sus brazos, mientras un par de cuernos comenzaban a asomarse por su frente.

—Temo que se equivoca, mi señor —soltó Amon, sin despegar la mirada de aquella devastadora escena. El rugido de las explosiones y las columnas de humo lo mantenían embelesado—. Usted sabe la verdad, pero se niega a creerla —continuó el demonio, ajustando sus gruesas gafas de montura—. Le advertí de mis visiones, le advertí que esto sucedería —Los demás, incrédulos, pasaban la mirada de su camarada a su rey—. Su soberbia no le ha permitido creer que existen demonios en su contra. La rebelión ha comenzado, mi señor, y no tenemos oportunidad.

Lucifer tragó en seco. Sus puños eran una fuerte roca.

El sonido de la batalla se acercaba cada vez más a las puertas.

Satanachia desenvainó su espada, listo para defender a su rey ante cualquiera que se atreviera a tocarlo.

El resto de los presentes hizo lo mismo, a excepción de Amon, pues, conocía a la perfección el desenlace de aquella situación.

Silencio.

Los demonios no bajaban la guardia. Sus armas apuntaban hacia las puertas, las cuales se abrieron con un lento y molesto rechinido, dando entrada a un cuerpo sin cabeza; dio un par de pasos y cayó, despidiendo un pequeño charco de sangre pútrida.

—¡Muéstrate! —ordenó Lucifer con voz autoritaria. Había avanzado por delante de sus camaradas.

Se escuchó una risa burlona.

La mirada rabiosa de los demonios se tornó estupefacta en cuanto un joven de cabello bronce penetró en la enorme sala. Una sonrisa socarrona y llena de malicia brillaba en su rostro.

—Eccles —dijo Lucifer.

—Hola, padre —contestó el recién llegado, al mismo tiempo que sus garras se replegaban hasta tomar un aspecto humano—. ¿Sorprendido de ver a tu repudiado?

—¿Qué significa todo esto? —exigió saber el rey. Su furia aumentaba sin control.

El rostro del joven simulaba la belleza de un ángel, no obstante, su mirada prepotente era una copia exacta de la del rey, la prueba irrefutable de que ambos compartían la misma sangre demoniaca.

—Estoy seguro de que Amon ya te lo habrá dicho —Se detuvo a pocos metros de ellos—. Soberbia, acidia, ira, avaricia, lujuria, envidia y gula... Siete pecados, siete demonios viejos, pero eso está por cambiar —Su mirada pasó a Satanachia—. Tú estás demás, aunque era obvio que estarías aquí. A donde padre vaya, tú siempre velarás a su lado, y te prometo que eso seguirá siendo así.

—Deme la orden, y lo rebanaré en trocitos, mi señor —gruñó el comandante, apretando con más fuerza la empuñadura de su arma.

Eccles chasqueó los dedos, y un grupo de sombras se materializó a las espaldas de los demonios, inmovilizándolos con brillantes dagas doradas sobre sus gargantas.

—Perdóname, padre —susurró una chica de ojos violetas a Asmodeo, al momento en que cortaba su cuello. Los demás la imitaron y todos los presentes se desplomaron en el piso.

Lucifer se vio rodeado de cuerpos inertes y sangre espesa corriendo bajo sus botas.

—Descuida, no están muertos, pero eso ya lo sabes —Eccles tomó asiento en el trono de su padre, un imponente atril hecho de una lustrosa piedra negra—. Un demonio mayor no puede morir así de fácil.

—Se llevarán una gran sorpresa cuando despierten —se burló un demonio de cabellos dorados, mientras guardaba el cuchillo en su cinto. La chica de ojos violetas aplaudió emocionada ante el chiste, pero calló al ver la expresión de Eccles.

—A partir de hoy, el reino de las tinieblas tendrá una nueva administración, padre.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué hoy? —demandó, con brillantes llamas danzando en sus cuernos.

—Nos cansamos de tu tiranía —declaró el usurpador al trono—. Dijiste que esto no sería como el reino de la luz, nos prometiste que todos seriamos iguales, y hasta el día de hoy seguía siendo un maldito esclavo para ti, a pesar de ser tu hijo. Si te soy sincero, eres mucho más arrogante que Dios.

Lucifer abofeteó el rostro de su hijo. Estaba asqueado ante todo lo que estaba presenciando, y que lo compara con aquel ser celestial era la gota que derramaba el vaso.

—Sólo eres un niño malcriado que necesita pasar tiempo en El Abismo —sentenció, materializando su tridente en una resplandeciente bola de fuego. Sus ojos grises centellaban de cólera.

Eccles negó con la cabeza, divertido.

—Temo que es allá a donde tu irás, padre.

Lucifer alzó el arma, y cuando estuvo a punto de hundirla en el pecho de su hijo, cientos de dagas perforaron su carne. El rey cayó de rodillas, escupiendo un brebaje oscuro de su boca. Aquellas no eran dagas comunes; había algo celestial en sus hojas.

Eccles se acuclilló, posando los labios sobre uno de los oídos del rey caído en desgracia.

—Apocalipsis —susurró.

Y con esa palabra, Lucifer entendió el motivo de aquella insurgencia.

—Eres... Eres un. Eres un traidor —soltó el rey, antes de que la oscuridad acarreara su conciencia.

Eccles tomó la corona y recuperó la verticalidad. Miró a sus seis hermanos, los nuevos príncipes del infierno.

—Vencimos, hermanos —anunció con orgullo. Los demonios vitorearon, y sus voces resonaron por cada rincón del majestuoso salón. Eccles extendió la mano, y el tridente de Lucifer apareció en su puño bajo una poderosa llamarada, al mismo tiempo que las armas del antiguo círculo se materializaban en los puños de sus asesinos; era la prueba irrefutable de sus nuevos títulos, de sus nuevos poderes—. A partir de hoy comienza una nueva era.

Los Siete Pecados Capitales: Príncipes Infernales (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora