eíkosi dýo.

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Marco Clemente no se consideraba un hombre paciente.

Podría pasarse un día entero narrando cada una de las cualidades que su abuelita había considerado que tenía desde que era un crío en adelante pero, en aquellas descripciones que le llevaban a recordar las comidas familiares en el caluroso jardín de la casa de Tijuana, jamás se incluyó esa virtud.

La paciencia era un don y muy pocos la poseían.

La última vez que había visto a Sophia, había sido la noche que el estúpido de Fabián había intentado abusar de la chica y ella, antes de despedirse, le había pedido un poco de espacio. Un poco de tiempo.

Él había accedido, pensando que se trataría tan solo de una semana. Dos a lo sumo. Pero Sophia estaba demostrando ser más resbaladiza de lo que a él le gustaba que fueran sus mujeres. Era gloriosa, no podía decir otra cosa de ella, pero ese aspecto de su personalidad no le agradaba demasiado. Esa ferocidad que a veces, en pequeños descuidos, captaba en su mirada azul, le despertaba las voces interiores de su cabeza, alertándolo de que era más de lo que fingía ser.

Llevaba más de un mes sin saber de la chica y empezaba a preguntarse si la aproximación que hizo Sophia, tan directa y decidida, no había sido más que un ardid de su parte. ¿Con qué fin? Solo la rubia lo sabría en caso de que sus temores fueran realidad.

Se dio cuenta entonces de que había atravesado el melocotón fresco que tenía entre los dedos con el cuchillo y que la hoja se había clavado en la palma de su mano, haciendo que un chorro de sangre brotase y cayese en el plato, salpicando su camisa otrora impecablemente blanca con lunares carmesí.

Maldijo, apartándose de la mesa al tiempo que soltaba la fruta y la navaja con la que se había cortado. Cogió la servilleta de tela, también blanca, y la presionó contra su palma, sabiendo que no haría ningún bien que frotase contra las manchas de la camisa.

—¡Dunia! —gritó, llamando a su ama de llaves—. ¡Dunia!

La menuda mujer no tardó en aparecer, vestida con una falda recta que le llegaba a la mitad de la pantorrilla en un aburrido tono gris que contrastaba con el amarillo pálido de la rebeca que llevaba en la parte superior del cuerpo. Su pelo castaño, recogido con un pasador y el rictus serio de su cara, apagando unos ojos azules almendrados que podrían incluso considerarse bonitos de no acompañar un gesto tan lúgubre.

—Señor—contestó ella, con las manos entrelazadas al frente de su cuerpo.

—Prepárame ropa limpia y dile a Olivia que venga a curarme esto—le dijo, enseñándole la mano. Dunia contuvo un jadeo, llevándose la mano a los labios—. No te quedes ahí parada como una estúpida y haz lo que te ordeno.

—Sí, señor.

La mujer marchó rauda a cumplir con su cometido, dejando a Marco de nuevo solo en el amplio salón. Suspiró, lanzando la servilleta con furia contra la mesa y avanzando a través del arco de medio punto hasta la sala donde los mullidos sillones se enfrentaban entre sí y a un enorme televisor de pantalla plana.

Se lanzó contra los cojines, sin importarle manchar el sofá con la sangre o arrugar su traje. Puso un pie sobre la mesita ratona de café y esperó hasta que la dichosa Olivia apareciese con el botiquín.

Aún recordaba el día que había traído a Dunia a la casa. Había sacado a la mujer de la calle de un modo literal pues Dunia había estado ganándose la vida cambiando dinero en Hermosillo, México y aunque Marco la había encontrado de pura casualidad, se quedó prendado de ella en el instante en que la vio.

Dunia había sido reacia a todos sus acercamientos pero Marco no cesó, no se cansó e insistió hasta que por fin la tuvo para él. Le prometió que la sacaría de las calles y le daría la vida que ella se merecía, que estaría llena de lujos.

The Grimmest DesireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora