eíkosieftá.

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—Señor Ádikos.

La voz de Sekhmet se escuchó alta y clara a lo largo de la avenida en la que el juez estaba en ese instante. Uniformado con su ya más que habitual traje de chaqueta y corbata, el hombre se subió las gafas de pasta cuadradas por el puente de la nariz, observando como la pelirroja y otra chica se le acercaban.

—Soy la agente especial Thorne y esta es mi compañera, la doctora Carter. Nos hemos dejado caer por su oficina pero nos han dicho que podríamos encontrarlo en esta dirección.

—¿Y qué orilla a dos jóvenes agentes a buscar a un viejo juez? —preguntó el hombre con arrogancia, haciendo hincapié en la palabra que denotaba la edad de las chicas y lo que pensaba de ella.

—Creía que era evidente que lo buscábamos para mantener una conversación—dijo Alec pero el juez echó a andar de nuevo.

—Espero que sepan, señoritas, que conozco más que bien la ley y no voy a acompañarles a ningún lado.

Agentes —corrigió Sekhmet—. Pruebe usted a llamarnos por nuestro título, gastará menos saliva y créame, le voy a hacer necesitarla.

—Y respecto a la ubicación—continuó Alec—, no se preocupe. Podemos hablar aquí.

—Si esa conversación va a girar en torno a cómo tomo mi café por las mañanas, adelante. Pero me temo que si este diálogo va a abordar cualquier otro tema, están perdiendo el tiempo de forma miserable.

Sekhmet hizo un ruidito, fingiendo que pensaba sobre ello.

—¿Qué le parece si mejor hablamos de Sirah Gardner y Pablo Méndez? —preguntó, con rabia contenida—. Me resulta bastante interesante saber cómo un atraco a mano armada donde mueren muchos civiles, entre ellos una chica embarazada de dieciocho años, termina siendo sentenciado como atraco con violencia.

—La mayoría de la gente insiste en tomar su café con leche de vaca pero enrarecen su sabor. No saben disfrutar de unos granos colombianos en todo su esplendor—continuó él, ignorando a Sekhmet.

—Sabemos que recibió una transferencia bancaria de cifras astronómicas un par de días después del juicio, señor Ádikos. Me suena bastante a un soborno—le dijo Alec.

—Eso es ridículo —contestó él—. Ustedes son demasiado jóvenes para saberlo, pero ya fui sometido a una investigación por este mismo caso. El congresista Hart fue especialmente puntilloso, entrometido incluso y ¿saben qué logró descubrir? —preguntó, dándose la vuelta para mirar a las chicas—. Exacto. Nada.

—La transferencia la ordenó Blane Callahan —continuó Sekhmet—. Y tenemos pruebas de que Callahan y Méndez tienen tratos en la actualidad así que discúlpeme si pongo en tela de juicio tanto su sentencia como la investigación de Hart.

—¿Insinúa que soy culpable?

—No lo insinúo, lo afirmo y le aseguro que me voy a encargar primero de que pierda su licencia y después, de que se pudra en una cárcel durante todos los años que debió condenar a Méndez.

—Chiquilla, deberías aprender a dominar ese temperamento —le dijo Ádikos a Sekhmet con mofa y ella lo sujetó por el brazo, girándolo hacia ella de un tirón que lo hizo perder el equilibrio unos segundos—. Cuidado, no me hagas denunciarte por abuso de autoridad.

—Será su palabra contra la mía—dijo Sekhmet—. Curiosamente usted viene todos los días a tomarse su mierda de café a esta cafetería de aquí —continuó, señalando el local—, y jamás se ha parado a ver que no hay ni una sola cámara en la redonda, ningún local videovigilado, ningún cajero automático. Ni siquiera semáforos. Es un punto ciego y como ve, aquí solo estamos nosotros tres. ¿Cree que ella me iba a delatar? Por si no me escuchó bien, es mi compañera.

The Grimmest DesireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora