saránta tría.

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—¿Cómo has llegado hasta aquí?

Aella suspiró, agazapada detrás del seto donde las habían dejado los chicos que estaban en mitad de la balacera. Acarició el pelo de Jockey, su mejilla y comprobó que sus ojos brillaban, tal vez con lágrimas, tal vez con emoción por el reencuentro tan esperado de ambas.

—Es una larga historia que ahora no tiene importancia. ¿Cómo estás? Pensaba que no te volvería a ver.

—Yo pensaba lo mismo... Cuando te sacaron de la celda para ir a esa dichosa gala tuve un mal presentimiento y se confirmó cuando no volviste—le dijo Jockey—. Se me partió el corazón sólo de pensar que habías muerto.

—Tuve suerte y me salvaron—confesó Aella y Jockey abrió los ojos de manera desmesurada—. La hija de Thawke. He estado bajo su custodia y la de sus compañeros todo este tiempo, pero ha pasado algo y quienes me cuidaban me dejaron sola así que supe que podías estar en peligro. No me podía quedar en esa casa sin saber nada. Salí y comencé a caminar, apenas y recordaba las calles de la ciudad, pero cuando salí para la gala, me fijé en el recorrido y casi por azar, lo he vuelto a encontrar hoy. Iba hacia las mazmorras.

—Hay que volar—las interrumpió uno de los chicos, saltando por encima del arbusto y agachándose junto a ellas—. Daemon y Kymani nos cubren. Vamos.

Se incorporaron y siguieron diligentes al chico, que encabezaba la marcha intentando avanzar en dirección opuesta a sus enemigos, que no paraban de disparar. Parecía que hubieran conseguido un armamento completo para su uso y disfrute y ellos pensaran agotarlo drenando los cargadores contra sus pechos.

Kymani estaba posicionado tras un árbol junto a la carretera y Daemon tras un vehículo, ambos objetos ejerciendo de parapeto.

—Vamos—animó Kymani, gesticulando con la mano para que acelerasen el paso y fue en ese momento que la primera bala le impactó en el brazo.

Su gruñido se escuchó alto y claro y Aella se detuvo en su marcha sin poder evitarlo. Sus ojos, envueltos en la capa inequívoca del pánico, enfocados en su amigo. En el único hombre que había sido bueno con ellas en sus años de tortura.

No podía avanzar. Sus piernas se negaban a aceptar la orden que su cerebro enviaba. No al menos en la dirección que la pondría a salvo.

Corrió hacia Kymani, que había terminado tirado en el suelo junto al tronco del árbol y se rasgó un pedazo de su camiseta para hacerle un tosco torniquete en el brazo. Kymani la miró y sonrió, haciendo una mueca cuando se apoyó sobre sus manos para incorporarse.

—Márchate, Aella.

—No pienso salvarme a costa tuya, Kymani—le dijo—. Dame tu pistola. Te cubro.

—No creo que hayas disparado un arma en tu vida y hoy no va a ser la primera vez. Ve con Tim y Jockey, estoy bien.

—¡Aella! —gritó Jockey y cuando Kymani y la aludida giraron la cabeza para mirarla, ambos desearon no haberlo hecho pues en su retina ahora viviría reflejado para siempre el momento en el que la bala impactó contra su pecho.

—¡No!

—¡Aella, no!

Pero Aella no escuchaba nada más allá del pitido insoportable dentro de sus oídos que había provocado la ruptura de su corazón. No escuchaba los gritos de los chicos, exigiéndole que se pusiera a cubierto y dejase a Jockey, que ya no tenía esperanza alguna.

Aella solo quería llegar hasta su chica, hasta el que era el amor de su triste vida. A la persona que le había aportado luz en mitad de una mazmorra.

The Grimmest DesireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora