telikós.

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En cuanto Cal recibió la llamada de sus chicos, asegurándole que el perímetro general estaba asegurado y que Corona y Clemente estaban reducidos—este último estando incluso muerto—supo que había llegado el momento de la verdad. Que no podía retrasarlo ni un segundo más.

Avanzó hasta la puerta tras la que, según le habían informado, descansaba su hija. No había querido que se enterase de una manera tan brusca de que había fingido su muerte durante tantos años, pero el destino nunca había estado de su parte por lo que ya estaba acostumbrado a que las cosas sucedieran cuando él menos lo esperaba.

Golpeó la madera un par de veces y aguardó en silencio, cuadrando los hombros y tragando saliva una y otra vez, a la espera del permiso para entrar. Escuchó una voz masculina concediéndoselo y al entrar, sintió como el ambiente de la habitación se transformaba por completo.

Cordelia se puso rígida y Percival Rykes, en guardia.

Cal no podía decir que le disgustaba que su hija tuviera un perro guardián tal, pero en esos momentos, le encantaría que el novio de Cordelia fuera algo menos hostil.

—¿Qué quieres? —preguntó el chico, sin darle lugar a hablar.

—Hablar con mi hija—respondió él con simpleza—. Creo que ya es hora.

Vio la mueca que ponía la aludida, con el disgusto reflejado en sus facciones y sin embargo, cuando la miró a los ojos, el destello de esperanza estaba allí plantado. El anhelo por reconstruir todo aquello que tenían y perdieron a manos del sacrificio más duro que Cal había tenido que realizar nunca.

—¿No te parece que llegas un poco tarde? Fingir que estabas muerto... La salida de los cobardes. Tu hija te necesitaba—le gruñó Rykes—. ¿Sabes dónde la conocí? En el puto cementerio mientras se escondía en un panteón para llorar por ti. Una niña de once años con el corazón roto.

—Esto no te concierne, muchacho—advirtió Cal, a pesar de ver que Cordelia ya intentaba frenarlo, cogiéndolo por la muñeca.

—Todo lo que tenga que ver conmigo, lo involucra a él también—defendió su hija—. Pero está bien. Si quieres hablar, habla.

—A solas.

—No—respondió Rykes.

—¿Crees que le voy a hacer daño a mi propia hija? —preguntó Cal con sorna.

—Si hubieras estado alrededor en los últimos años, comprenderías que esa pregunta es absurda.

—No soy Zinov y mucho menos Blane—respondió, ofendido—. Si me largué de aquí de la manera en que lo hice fue precisamente buscando una manera de acabar con ellos y con su maldita sociedad.

—Veo que te fue muy bien en el trabajo, porque ha sido Sophia la que los ha matado a los dos y no ha tenido mucha ayuda de tu parte—contraatacó Rykes—. Otra niña que destrozaron de la peor de las maneras delante de ti mientras tú elegías huir.

—Lo que pasó con Sophia me pesa de una manera que ni tú ni nadie se puede siquiera imaginar, muchacho.

—Tú no has tenido que verla rota llorando, creyendo que no era digna de que la quisieran de verdad por culpa de lo que unos animales le hicieron, Laviscount. Yo sí—aseguró Rykes.

Cal se pasó la mano por el rostro con frustración.

—Hablaré más tarde con Sophia, si eso te hace estar más tranquilo—le dijo—. Ahora, necesito contarle a mi hija todo lo que ha ocurrido.

—Está bien—intervino Cordelia de nuevo—. Empieza por el momento en que creíste que era buena idea abandonarnos.

El hombre suspiró, acercándose y tomando asiento en la silla libre de la habitación. Rykes tomó ejemplo, sin soltar la mano de Cordelia en ningún instante. Cal tragó saliva, uniendo sus manos frente a su cuerpo y frotando las palmas, como infundiéndose calor y valor, todo a la vez.

The Grimmest DesireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora