triánta téssera.

60 6 52
                                    

—Esto es una mierda.

La voz de Sekhmet incluso temblaba mientras, de brazos cruzados, veía como el equipo forense recogía lo que creían conveniente del entorno. El río Schuylkill se había levantado tranquilo a pesar de las lluvias torrenciales de la noche anterior; su cauce era normal y por ello, un corredor madrugador había conseguido detectar en la lejanía algo extraño en la orilla.

El pobre hombre aún temblaba como una hoja, envuelto en una manta y sorbiendo poco a poco la tila caliente que un oficial le había conseguido para tratar de calmarlo mientras daba su declaración.

No habían tardado mucho en identificar a la víctima y no se debía a que llevase encima su identificación porque no era el caso, pero el rostro del hombre era demasiado conocido como para no hacerlo.

¿Cómo no reconocer a un alto cargo de la ciudad de Filadelfia? Un juez, nada más y nada menos y uno, que además de todo, era más que mediático.

Giacomo Ádikos reposaba sobre las rocas de la rivera del río, con un tajo en el cuello que dejaba a las claras el motivo de su muerte. Su ropa, otrora impecable, sufría las inclemencias del agua sobre los tejidos caros y su piel ocupaba el tono inconfundible de la muerte.

Sekhmet se preguntaba con vehemencia quién podía estar detrás del asesinato del juez y con mayor insistencia aún, su mente exigía respuestas que no parecían querer llegar pronto a su destino.

¿Se habría atrevido alguien a tomarse la justicia por su mano y acabar con el juez, siendo este uno injusto?

Aún no podía saberlo pero lo que sí tenía claro, es que ella misma podría haberlo hecho sin que le temblase la mano habiendo conocido a Ádikos tan solo de manera breve y puntual. Esa egolatría, esa soberbia... Estaba claro que el destino de aquel hombre no iba a ser uno mucho mejor que el que había encontrado pero lo que más molestaba a Sekhmet no era el no haber sido la mano ejecutora —su placa lo agradecía de manera encarecida— sino el que la muerte lo había alcanzado antes de que entregase la justicia que en su día arrebató.

—No tiene por qué —contestó Alec, devolviendo a Sekhmet al momento presente. La pelirroja frunció el ceño, mirando a su compañera sin comprenderla. Alec se encogió de hombros —. Está claro que Ádikos se puso nervioso con nuestra "charla" y fue en busca de sus superiores... Por eso ahora está muerto. Cortaron un cabo suelto pero ¿quién sabe? Igual se dejaron un mal remate y hay hilo del que tirar.

—¿Crees que esta muerte nos puede beneficiar? —preguntó Judah, al otro lado de Sekhmet. La curiosidad llenaba el ambiente.

—Por lo menos, nos da un poco más de margen con la agencia, una excusa más para quedarnos en Filadelfia algo más de tiempo—respondió ella una vez más, con los ojos marrones clavados en Sekhmet, que entendió lo que su amiga quería decir.

No tendría que marcharse tan pronto como pensaba, no tendría que dejar a Camila sola en aquella ciudad de pesadilla bajo el yugo del animal de su marido. Había rogado por tiempo a dioses que ella bien sabía no existían y, al final, se lo habían otorgado.

—Sea como sea, su muerte nos beneficia—añadió Hell—. Un juez corrupto fuera de juego y unos peces gordos tan nerviosos con nuestra investigación que están haciendo movimientos de este calibre. Nos acercamos, chicos, y ellos también lo saben.

La zona, que anteriormente había estado en relativo silencio, se llenó de un barullo extraño. Furgones oscuros llegando y ruedas chirriando contra la gravilla suelta de la zona del río, portones cerrándose con golpes secos y al final, un grupo de seis personas acercándose a ellos.

En la delantera, una mujer con el pelo estilo afro llamaba la atención sin remedio. Su piel olivácea mostraba un tono pálido anormal y el rictus de su rostro, aún medio cubierto por unas gruesas gafas de sol, denotaba que la situación no era de su agrado.

The Grimmest DesireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora