CATORCE

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2:02 p.m.

Llamada de Michael Holden

—¿Bueno?

—No te desperté, ¿o sí?

—¿Michael? No.

—Qué bueno. Es importante dormir.

—¿Cómo conseguiste mi número?

—Tú me hablaste a mí, ¿recuerdas? Cuando estabas en el salón de cómputo.

Guardé tu número.

—Eso fue muy astuto de tu parte.

—Yo diría que ingenioso más bien.

—¿Hablaste por lo de Charlie?

—Hablé por ti.

—...

—¿Está bien Charlie?

—Mis papás se lo llevaron al hospital para hacerle pruebas y cosas así.

—¿Y tú dónde estás?

—En la cama.

—¿A las 2:00 de la tarde?

—Ajá.

—¿Puedo...?

—¿Qué?

—¿Puedo ir a verte?

—¿Por qué?

—No me gusta que estés allí sola. Me recuerdas a una persona anciana que vive sola con... ya sabes, gatos y telenovelas.

—Ah, ¿de veras?

—Y yo soy el jovencito amistoso que quiere ir a darte una vuelta para que puedas recordar los días de la guerra y compartir un té con galletitas.

—No me gusta el té.

—Pero te gustan las galletitas. A todo el mundo le gustan las galletitas.

—Hoy no estoy de humor para galletitas.

—Pues de todos modos voy a ir a verte, Tori.

—No tienes que venir. Estoy perfectamente bien.

—No mientas.

Va a venir. No me molesto en cambiarme la piyama, ni en cepillarme el pelo, ni en ver si mi cara parece humana. No me importa. No me levanto de la cama aunque tengo hambre y acepto plenamente el hecho de que mi incapacidad para levantarme derive probablemente en mi muerte por inanición. Después me doy cuenta de que no puedo permitir que mis padres tengan a dos hijos que se dejen morir de hambre voluntariamente. Oh Dios, qué dilema. Hasta quedarse en cama produce estrés.

Suena el timbre y toma la decisión por mí.

Me quedo parada en el porche con una mano sobre la puerta abierta. Él está en el escalón superior, viéndose excesivamente colegial y exageradamente alto con su pelo peinado de lado y sus lentes estúpidamente grandes. Su bicicleta está encadenada a nuestra reja. Anoche no me di cuenta de que realmente tiene una canasta al frente. Estamos como a mil millones de grados bajo cero, pero de todos modos tiene puesta una camiseta y jeans.

Me ve de arriba abajo.

—Ay, Dios.

Estoy a punto de cerrarle la puerta en la cara, pero la mantiene abierta con una mano. Después de eso, ya no puedo detenerlo. Simplemente me agarra. Sus brazos me envuelven. Su barbilla descansa sobre mi cabeza. Mis brazos están atrapados contra mis costados y mi mejilla está apachurrada contra su pecho. El viento gime a nuestro alrededor, pero no tengo frío.

SolitarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora