DIECISEIS

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Hay algo diferente en el aire mientras caminamos. Estamos tomados de la mano, pero no de manera romántica. La cara de Michael da vueltas y vueltas en mi mente y llego a la conclusión de que no conozco al chico que está junto a mí. No lo conozco en absoluto.

Michael me lleva a un lugar que se llama Café Rivière. Está junto al río, de allí su originalísimo nombre, y ya he venido muchas veces. Somos los únicos, aparte del viejo dueño francés, que está barriendo el piso; nos sentamos en una mesa con un mantel a cuadros y un jarrón con flores junto a una ventana. Michael toma té. Yo me como un croissant.

Como me muero por iniciar una conversación, aunque no sé por qué, empiezo con:

—Entonces, ¿por qué te cambiaste de escuela? —La cara que pone me dice de inmediato que esa no es la pregunta casual que yo estaba buscando. Me acobardo—. Perdón, perdón. He sido una entrometida. No tienes que contestarme.

Por un instante, sigue tomando su té. Después coloca la taza sobre la mesa y mira fijamente las flores que están entre nosotros.

—No, está bien. No es gran cosa. —Se ríe para sí, como si recordara algo—. No me llevaba demasiado bien con la gente de allí. Ni con los maestros, ni con los alumnos... Pensé que un cambio de escenario sería bueno. Que tal vez me llevaría mejor con las chicas o alguna estupidez por el estilo. —Se encoge de hombros y se ríe, pero no es una risa graciosa, es una risa diferente—. Pero no. Evidentemente, mi personalidad es demasiado fantástica como para que la comprendan tanto chicas como chicos.

No sé por qué, pero empiezo a sentirme muy triste. No es mi tristeza habitual (ya saben, el tipo de tristeza innecesaria y autoinflingida de los arranques de autocompasión), sino más bien una que se proyecta hacia afuera.

—Deberías aparecer en alguna serie como Waterloo Road, Skins o algo así — digo.

Se ríe de nuevo.

—¿Y por qué?

—Porque eres... —Termino la frase encogiéndome de hombros. Él me responde con una sonrisa.

Nos quedamos en silencio un rato más. Yo como. Él bebe.

—¿Qué vas a hacer el año que entra? —pregunto. Parece como si lo estuviera entrevistando, pero, por una vez, tengo una extraña sensación. Como si me interesara—. ¿Irás a la universidad?

Juguetea con su taza de manera distraída.

—No. Sí. No. No sé. De todos modos ya es demasiado tarde; ayer fue la fecha límite del Servicio de Admisiones. ¿Cómo voy a decidir qué cursos universitarios quiero? En la escuela, la mayor parte del tiempo no puedo decidir ni qué pluma voy a usar.

—Pensé que nuestra escuela te obligaba a solicitar admisión a una universidad cuando estás en el 13.er año. O al menos a algún programa de capacitación y demás. Aun si decides no aceptar la plaza al final.

Levanta las cejas.

—Sí sabes que en realidad la escuela no puede obligarte a nada, ¿cierto?

La verdad de estas palabras me pega como cachetada.

—Pero... ¿por qué no mandaste solicitudes a una que otra universidad de todos modos? Por si quisieras ir.

—¡Porque odio la escuela! —Está casi gritando. Empieza a sacudir la cabeza —. ¡La idea de tener que sentarme en una silla durante tres años y aprender cosas que no me van a ayudar en la vida literalmente me asquea! ¡Siempre he sido pésimo en los exámenes y siempre lo seré y odio que todo el mundo piense que tienes que ir a la universidad para tener una vida decente!

SolitarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora