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—¡Cuatrocientos noventa y ocho! ¡Cuatrocientos noventa y nueve! ¡Quinientos!
Rosie y Ben habían tenido una tarde para prepararse para lo que los doctores habían denominado "el siguiente paso". Ninguno de los niños sabía con exactitud a que se referían, pero siguieron las instrucciones especificas que le asignaron individualmente: para Ben fue mantener el entrenamiento que estaban llevando los soldados, haciendo flexiones y pesas; para Rosie la sentencia la obligaba aprender hacer fruta comestible o la matarían.
Ben hacía lagartijas teniendo a Rosie sentada sobre su espalda para hacerle peso, mientras que ella había esparcido tierra en el suelo e intentaba crear una maldita manzana comestible para los soldados. Le habían dado una caja que tenía que llenar para antes de las cuatro, cuando los llevarían al exterior. Los nervios de la niña aumentaban en cada intento fallido, la sala estaba repleta de manzanas que rodaban hasta la boca del niño y le hincaba un mordisco.
—¡Quinientos cuatro! ¡Quinientos... ¿Cuánto iba? ¡Rosie! ¿Cuánto iba? —Al no recibir respuesta, el niño se levantó como si nada, y tiró a Rosie arriba de las manzanas fallidas—. ¡Rosie! —demandó atención cogiendo la manzana que había mordido. Por lo menos alguien se las comía—. ¿Cuántas manzanas vas a hacer? Tienes que contar mis lagartijas yo no puedo contarlas, me distraigo, y no me gusta contar.
—¡Ben, por favor! ¡Tengo que llenar la caja de manzanas antes de las cuatro, falta media hora y no he hecho ni una!
—¿Qué, estás ciega? ¡Hay cientos de manzanas! ¡Ponlas en la caja y ayúdame a contar!
—¡Oh por Dios Ben! —exclamó en un volumen que se sentía incómoda, pero era el único que hacia despertar al niño de su visión narcisista—. Si no entregó esta caja hoy, me van a matar. ¿Comprendes, Ben? Ellos me van a matar, estuve meses tratando de hacer esto y no lo logro, ya están hartos de mi fracaso. Por favor, necesito concentrarme.
De todas las veces que Rosie se había sentido al filo de la muerta, amenazada y asustada, esta era la peor. Los doctores del grupo II han pasado meses descifrando el problema de la dureza de sus plantas —y asombrados de las nuevas contexturas que funcionaria para explorar un océano de dinero—, sin asomarse a una solución, poniendo la presión y la culpa en la niña que hasta la colgaron por traidora a la patria y mentirosa. La pobre niña estaba al borde del colapso, conociendo los síntomas que hablaban francamente sobre sus problemas: ojos vidriosos luchando por no llorar, respiración incontrolable y voz quebrada por el nudo en su garganta y sus dedos, llenos de tierra, temblaban cada vez más.
