—Es tu papá, Marion —me dije a mí misma frente al espejo. O más bien, lo susurré pese a que no había nadie en la casa y, por ende, nadie escucharía—. Y si mamá también lo dice es porque ha de ser cierto.
Poco me faltó para señalarme. Pero no podía hacerlo, la chica del espejo ya estaba lo suficientemente maltrecha como para recibir críticas de sí misma.
El molesto tic en mi pierna volvió, no podía controlarlo.
Me mordí los labios, desvié la mirada avergonzada y traté de convencerme de que no lo haría, no debía hacerlo si tenía la audacia de decirme que los demás tenían razón.
No pude, por supuesto.
Al llegar a la planta baja me cercioré de que en efecto estaba sola. Solo entonces, caminé hacia la cocina y busqué en el refrigerador.
No has comido desde el desayuno, me dije condescendiente, como si eso fuera suficiente justificación para consumir alimentos.
Tomé una hogaza de pan y la unté con lo único que no podría ser echado en falta ni notado en caso de desaparecer. Expandí el queso de cabra que muy amablemente la familia de Amelie nos surtía cada dos semanas y mastiqué lo más despacio que pude.
La comida se sintió bien, era de las pocas cosas que durante los últimos meses me habían traído un atisbo de satisfacción. Tomé otra hogaza para repetir el proceso, solo que agregué tomillo seco y mordí entre bocado y bocado unos cuantos higos que encontré en el frutero. Luego otra hogaza. Y otra más.
La alegría encontrada en el migajón y el lácteo suave poco a poco perdió intensidad. De hecho, hacía rato que me había descubierto masticando como autómata con la mirada perdida, solo que no podía parar porque, en caso de hacerlo, el vacío volvería.
Suspiré pesado, todavía con la boca llena, y miré de reojo mi reflejo en el cristal de la alacena. Luego lo hice a conciencia, apreciando cada detalle visible entre un jarrón y otro.
Fue como si abriera una válvula secreta de odio y vergüenza, como si sintiera que cada objeto inanimado de la habitación me estuviese juzgando de la misma forma que lo hicieron las niñas bonitas desde la École élémentaire y más tarde en el Collège et Lycée. Papá tenía razón, me parecía a las vacas de la tía Marjorie.
Las lágrimas se desbordaron silenciosas, como casi siempre que lloraba. Agaché la mirada y comencé a destrozar el pan con los dedos, me lo llevé a la boca y lo deglutí sin masticarlo lo suficiente.
Sentía odio. Odio por mi apariencia. Odio por no poder controlar mis impulsos ni saber manejar mis emociones. Odio por Adrien y por compararme con el ganado de su hermana. Odio porque quizás esa era la razón por la que Pierre me mantenía en las sombras, ¿quién querría presumir que sale con alguien como yo? Y odio porque no era lo suficientemente fuerte como para cambiar alguna de esas situaciones, por mucho que lo deseara.
El vacío en mi pecho se fue haciendo cada vez más grande, convirtiéndose en un abismo al que a veces no lograba controlar y terminaba en pensamientos alarmantes. La impotencia ahogaba de una forma aterradora. Los vellos de la nuca se erizaban y el mundo se tornaba un lugar oscuro, sin esperanza.
Entonces la puerta del auto de mamá resonó en el exterior. Sabía que era ella por la fuerza con la que cerraba. Delante de todos sonreía y se mostraba alegre, pero en su interior, y cuando nadie la veía, sacaba su tristeza, su coraje. Estaba enojada con la vida, creo. Y no era para menos, supongo, las palabras hirientes de Adrien no solo eran exclusivas para mí.
ESTÁS LEYENDO
Bourbon Street
RomanceEn el corazón del Barrio Francés, Marion Delarosbil lucha cada día por dejar atrás todo de lo que un día huyó. Sin embargo, las cosas que se evaden vuelven en formas y situaciones inesperadas para recordarnos que los monstruos no se van si no se exo...