Si bien las intenciones de Steve eran buenas, no dejé que él absorbiera el exceso de líquido con las servilletas; no me gustaba que las personas, en especial aquellas con las que no tenía grandes lazos de confianza, me tocaran más de la cuenta. Le agradecí el gesto y yo misma lo hice, creyendo que, una vez deslindado de ese pendiente, seguiría su camino.
Sin embargo, se quedó ahí hasta que ya no pude hacer más. El papel cada vez absorbió menos humedad, y eso era un alivio, aunque no pude hacer mucho por el olor y la mancha en la tela blanca. Solo entonces, tras chasquear la lengua, Steve habló:
—Oye, de verdad lo siento. —Su aliento me dio una idea del alcohol que tenía en la sangre—: ¿Trajiste chaqueta? Yo... Estaba enojado. Sé que no es justificación.
Traté de restarle importancia. Después de todo, no era algo que el jabón y el agua no pudieran quitar a su debido tiempo.
—No pasa nada. Ya casi me iba y...
—Te me haces conocida —interrumpió, frunciendo el ceño—. Nos hemos visto antes, ¿no?
Me sentí tentada a darle una respuesta negativa. Habría sido más fácil iniciar una conversación desde cero en vez de empezar con un estudio muy minucioso de su rutina matinal. Pero la honestidad se abrió camino.
—Cada mañana pides un americano. Lo bebes mientras lees el City Business y te vas después de quince minutos.
El desconcierto dio paso a un vago reconocimiento.
—¡Sí es cierto! La chica del café, ¿verdad? —exclamó entusiasmado—. Ya ni siquiera me preguntas mi nombre. Eres buena recordando a los clientes, supongo.
—Solo a los frecuentes.
Steve asintió al tiempo que le pedía dos cervezas al muchacho de la barra. En ese breve intercambio de palabras me di el lujo de admirarlo. La ropa casual le quedaba casi tan bien como los trajes formales.
—Ahora me siento terrible, ¿sabes? —Para mi sorpresa, uno de los tarros era para mí—. La otra vez olvidé mi cartera y dijiste que no habría problema si te pagaba al día siguiente. Y yo lo primero que hago es verterte esto encima. Salud, por cierto.
Los cristales chocaron al tiempo que sus ojos encontraban los míos en un gesto de naciente complicidad.
Nos quedamos ahí, bebiendo y hablando sobre temas diversos. Me contó sobre su empleo, sus estudios en Oklahoma y las metas profesionales que quería lograr a largo plazo.
Lo más admirable de él era esa ambición oculta, la aspiración de grandeza. Además, a diferencia de mí, sabía sacar una extensa conversación sobre cualquier tema sin volverlo repetitivo ni sonar improvisado.
—¡Por fin! —gritó una voz a nuestras espaldas, interrumpiendo lo que Steve decía de uno de sus clientes. Zoe estaba con el teléfono en una mano y una bebida en la otra—. ¡Jesús estaba preocupado por ti! Creía que... —Entonces volteó a ver a mi acompañante—: ¡Ah! ¡Hola, Steve!
Aunque al principio el susodicho la miró extrañado de que lo conociera, a los tres segundos, reaccionó.
—La otra barista, ¿no? —reconoció—. Lamento si retuve a tu amiga, justo...
—¡No! —interrumpió con premura—. De hecho, es bueno saber que está con alguien conocido porque, bueno, la cosa es que no cabemos todos en el auto y tal vez tú...
Zoe movió la cabeza cual lechuza somnolienta para que Steve continuara con la idea. Eso, de súbito, se había vuelto una extraña repartición de responsabilidades, como si yo fuese una niña pequeña y ellos los padres que no pueden o quieren llevarla a la escuela.
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Bourbon Street
RomanceEn el corazón del Barrio Francés, Marion Delarosbil lucha cada día por dejar atrás todo de lo que un día huyó. Sin embargo, las cosas que se evaden vuelven en formas y situaciones inesperadas para recordarnos que los monstruos no se van si no se exo...