Por el contrario a lo que pensé, a James le fascinó la idea del pantano; tanto así que casi no conversó conmigo durante el trayecto a Pearl River, sino que se enfrascó en una vasta charla con Zoe mientras con el pulgar dibujaba figuras sobre el dorso de mi mano. Jesús iba al volante, concentrado en el camino; y yo, prestando atención a medias a los recuerdos de los pantanos de Florida que mi amiga visitó años atrás.
Llegamos poco antes de que el bote saliera. Varios aglutinaban la tienda de recuerdos y otros tantos tomaban las últimas fotografías de su visita.
—Tampoco estás acostumbrada a caminar tan lento, ¿verdad? —preguntó James, jocoso.
Como no sabía cómo reaccionaría Cooper a los lagartos, había decidido dejarlo en casa y salir nada más con su bastón. Íbamos con los brazos entrelazados, pero el terreno le era desconocido y, por ende, nuestro avance se vio lento en comparación con Zoe y Jesús, quienes nos llevaban ventaja.
—¿Te estoy presionando? —Quizás no había controlado el ritmo con el que caminaba.
James rio.
—No. Pero es la tercera vez que suspiras.
—Lo siento. Ya casi es la hora en la que debemos estar a bordo y..., bueno, la impuntualidad me altera un poco los nervios. Me gusta llegar antes a cualquier lugar.
—Eso suena como una gran cualidad —alabó risueño.
—A veces lo es —confesé con toda la honestidad del mundo—: Y a veces es terrible lidiar con eso.
—¿Por qué?
Mordí mi labio al tiempo que observaba la punta giratoria de su bastón. Por fortuna, la fila de quienes subirían al bote apenas comenzaba a avanzar.
—Porque muchas personas no son así. Por ejemplo, cuando salgo con Jesús, me tengo que mentalizar porque él es muy relajado.
—¡Oh, sí! —dijo mi amigo, volteando hacia nosotros. Zoe también lo hizo para no darnos la espalda—. Cuando la lleves al cine, lleguen quince minutos antes.
—¿Cuando empiecen los cortos? —preguntó atento.
—Quince minutos antes de que empiecen los cortos, quise decir —corrigió, sonriendo de esa forma con la que yo no le diría nada—. Así pueden pasar a comprar las palomitas de maíz con calma. Ya te acostumbrarás a sus manías.
Si bien no pude evitar rodarle los ojos, ya no pude decirle nada porque fue nuestro turno de abordar.
El bote no era muy grande, los asientos estaban incómodos y bastante desgastados, y al navegar nos tambaleábamos como si en cualquier momento fuésemos a volcar, pero la sensación cuando comenzamos a avanzar con mayor velocidad compensó lo poco prometedor que lucía el lugar desde donde partimos.
El guía, un sujeto de lo más dicharachero, no paró de hablar de la historia que se remontaba a los migrantes franceses y los esclavos africanos. Su acento era absolutamente sureño y tenía la habilidad de capturar la atención de todos, incluyendo la de un par de niños que al inicio no hacían más que asomarse por los bordes del bote, ignorando las advertencias de sus padres.
Después de unos minutos en el río, nos adentramos por varias vertientes, y poco a poco el escenario cambió, dando paso a lo que uno esperaría de un pantano.
La espesura de la vegetación aumentó, y la visión de los gruesos troncos emergiendo de las aguas verdosas trajo consigo una paz indescriptible pese al olor a humedad y a pluralidad orgánica. Las copas frondosas estaban en paz, quizá por la falta de viento en la zona o por la densidad del follaje que colgaba en las ramas, como si fuesen velos nupciales.
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Bourbon Street
RomanceEn el corazón del Barrio Francés, Marion Delarosbil lucha cada día por dejar atrás todo de lo que un día huyó. Sin embargo, las cosas que se evaden vuelven en formas y situaciones inesperadas para recordarnos que los monstruos no se van si no se exo...