Capítulo 05

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Como si hubiesen sido palabras dichas por un profeta, Steve llegó al lunes siguiente, a la misma hora y con el aspecto que acostumbraba.

—Hola, Steve —saludó Zoe al tiempo que limpiaba los frascos de los frutos secos para infusiones—. ¿Lo mismo de siempre?

—Sí, yo... —Chasqueó la lengua, nos miró a ambas y continuó—: Un americano, por favor. Bueno, que sean dos.

Le cobré seis dólares y, sin voltear a vernos, se dirigió a la mesa junto al ventanal, en donde abrió el periódico y se concentró en la sección de finanzas.

A partir del viernes el molino había encontrado un punto de paz y disposición en el que no se había puesto rejego, por lo que el pedido de Steve quedó listo antes de que llegase su acompañante.

—¿Quieres que yo se lo vaya a dejar?

—No es necesario, Zoe. Gracias.

Tomé la charola, sintiendo que esta pesaba más de lo normal, y fui a dejar los dos vasos en la mesa redonda.

—¡Que lo disfrutes! —dije como a cualquier cliente, con la misma entonación y entusiasmo.

—Gracias. —Lo escuché decir cuando daba la vuelta, un paso más y su voz se elevó—: ¿Marion?

—¿Sí? —respondí, dando media vuelta.

—¿Quieres tomar un café conmigo?

Fue entonces que noté a Steve fuera del pedestal donde lo había puesto. Seguía luciendo impecable con su traje gris y su rostro afeitado, listo para ir a trabajar; no obstante, también era un hombre que había cometido un error, ya fuese por el alcohol o por las circunstancias y sentimientos de ese momento. Él era Steve, y ahora lo conocía un poco más.

—Solo porque no hay más clientes que atender. —Le sonreí fraternal y me senté en la otra silla, aceptando de buena gana el vaso pese a que no era muy fan del café solo.

Steve dio un sorbo para armarse de valor. Pero al ver que no lo encontraba, fui yo quien decidió iniciar:

—Tu hermano me dijo por qué lo hiciste —confesé—. Está bien, ¿sabes? Todos hacemos cosas cuando bebemos y, al final, creo que no fue tan grave. Supongo que los dos exageramos la situación.

El alivio en las facciones de Steve fue evidente.

—Es bueno saberlo. Aunque eso no justifica que me haya comportado como un imbécil. No soy así la mayor parte del tiempo, para que sepas.

Los dos reímos. La complicidad que surgió en ese breve intercambio hizo aflorar una sensación extraña en mi interior; fue un pellizco a la altura del cuello que permaneció insidiosa incluso después de cinco minutos más de charla y verlo partir con la certeza de que estábamos en paz.

No fue, sino hasta horas más tarde, cuando Jesús llegó casualmente porque andaba por la zona, que un breve pincelazo de comprensión se apareció tímido, entre la sonrisa ancha de mi amigo y un casi imperceptible sonrojo en las mejillas de Zoe.

Había quedado en paz con Steve, pero no con la antigua sensación de soledad. Esa que llegaba cuando todo parecía moverse excepto yo misma, la que me había instado a buscar nuevos horizontes y concentrarme en el éxito; esa que hacía mucho no me abrazaba en las noches lluviosas porque yo la alejaba en cuanto daba un paso hacia mí.

—¿Estás bien, Sagé? —preguntó Jesús.

De súbito, el pellizco se fue. Lo ignoré hasta que desapareció por completo, contento de que había hecho acto de presencia para recordarme que no lo había podido derrotar todavía.

Bourbon StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora