Rara vez pensé que servir un capuchino sería una actividad de alto riesgo. No lo era, de hecho; tenía casi un año de experiencia haciéndolo y siempre era cuidadosa. Sin embargo, Steve había volteado a verme y los nervios hicieron que parte de la leche caliente cayera sobre mi mano.
—¿Estás bien? —preguntó alarmada Zoe, la otra barista.
—Sí, me distraje. —En cuanto abrí el grifo, el agua fría trajo un alivio momentáneo a mi piel. Miré el vaso tirado, la bebida derramada y el lugar vacío en el que Steve estuvo medio minuto atrás—. Yo lo limpio, Zoe. Vete, se te hará tarde para tu examen.
—¿Sabes? —comentó al tiempo que dejaba el trapo sobre la encimera y deshacía el nudo de su delantal—: Sería increíble que te armaras de valor y le escribieras tu número en el vaso.
—Zoe —expliqué con calma—, ya no soy una niña como para estar jugando de esa forma.
—Pues en eso tienes razón, ya no eres una niña. Si para cuando yo tenga tu edad soy igual de miedosa que tú, ten la amabilidad de...
—¿Me das un frapuchino de caramelo, por favor? —interrumpió un cliente al otro lado del mostrador.
Eso, por fortuna, hizo que Zoe desistiera de un monólogo que ya podía escuchar con sus matices de reprobación.
Desde que por error le había confesado que Steve me gustaba, no había perdido oportunidad de convencerme de que le hablara. Yo, realmente, estaba conforme con esa relación unilateral; de verdad que no tenía problemas al solo ser espectadora de ese hombre que cada mañana pedía un café americano y lo bebía sentado junto al ventanal mientras se ponía al día con el periódico.
Me encantaba, eso sí; y no lo podía negar. Sus trajes pulcros y esas camisas claras emanaban un aroma único y limpio que me atontaba los sentidos cada que me acercaba para entregarle su bebida.
No conforme con eso, Steve siempre se veía tan fresco que parecía recién bañado y afeitado. Era extremadamente serio —nunca lo había visto sonreír—, y tan puntual como un inglés; tal vez lo fuera, aunque yo lo dudaba por su evidente acento norteamericano.
No sabía muchas cosas de él, por ejemplo su dirección o su apellido; pero sí sabía que trabaja a tres calles como gerente de una tienda departamental, su color favorito es el gris, no es una persona de mascotas y tiene veintinueve años, coincidencia que me gustaba adjudicarle al hecho de que somos almas gemelas.
O bueno, lo seríamos si él mostrara un poco de interés y yo tuviera las ganas de relacionarme; pero como ninguna de las dos cosas pasaba, me conformaba con el amor platónico, inocente en su inutilidad.
Apenas había apagado la licuadora cuando la voz inconfundible de Jesús me sacó una sonrisa inmediata.
—Bonjour, mademoiselle! —saludó enérgico.
Sin esperar una invitación, cruzó la barra, observó el pedido en espera en la computadora, y le cobró al cliente.
—¿Qué hay, Jesús?
—Nada nuevo, ¿llegué tarde?
—Sí, se fue hace cinco minutos —respondí. Aunque por su tono aliviado supuse que su intención había sido precisamente esa—: ¿Hay alguna razón por la que no quieres cumplir el trato?
Jesús encogió los hombros.
Habíamos hecho una apuesta justo una semana antes del Super Bowl. Él aseguró que los Patriotas ganarían, y yo dije que lo harían las Águilas de Filadelfia. No sabía de fútbol, claro está, pero contrariarnos era nuestro pasatiempo favorito. Al final, las Águilas sorprendieron a todos; y entre los gritos inconformes de las personas del bar, la cerveza derramada del coraje, y la forma tan graciosa de despotricar de mi amigo, le dije que ya era hora de que invitara a salir a Zoe.
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Bourbon Street
RomanceEn el corazón del Barrio Francés, Marion Delarosbil lucha cada día por dejar atrás todo de lo que un día huyó. Sin embargo, las cosas que se evaden vuelven en formas y situaciones inesperadas para recordarnos que los monstruos no se van si no se exo...