Transcurrió una semana para que mi amiga dejara de hacerme burla del episodio de Steve. La noticia, por cierto, le sorprendió muy poco; alegó que tenía sus sospechas, pero que estas no eran lo suficientemente fuertes como para compartirlas. Y él, por supuesto, no volvió para el minucioso escrutinio al que sería expuesto por parte de Zoe y cuyo propósito consistía en desvelar las evidencias conductuales que estuvieron ahí y no pudimos notar, o algo así. Steve no regresó al lunes siguiente ni los días posteriores.
—Se acabaron los muffins de pasas —dijo Zoe, examinando las charolas del mostrador—. ¿Por qué se acaban si muchos las odian?
—Quedan más en la bodega. Ahorita las traigo —respondí, secándome las manos en el delantal, mientras reflexionaba sobre el consumo exagerado de Jesús.
Cada mañana, apenas abría el local, pasaba por uno; y luego por otro al atardecer, antes de volver a casa. Y aun así, todos esos carbohidratos no se reflejaban en su cuerpo flacucho.
Para cuando regresé con los muffins, Zoe ya preparaba otro pedido. Estaba concentrada en el molino que últimamente nos había puesto en aprietos por su funcionamiento errante.
—La chica del bar, ¿no es así? —dijo el hombre que estaba del otro lado del mostrador.
Al reconocer su voz, volteé a verlo. Era James, el hermano de Steve, aunque no pude reconocerlo de inmediato por los lentes oscuros que llevaba y porque ya no estábamos bajo las luces parpadeantes del antro. Sonreía sincero sin dejar de lado esa broma interna que insinuaba un secreto compartido.
—Esa soy yo —respondí a la ligera. Era mejor tomar esa anécdota sin darle mayor importancia.
—Para llevar, ¿verdad? —le preguntó Zoe al mismo tiempo que otro cliente quería saber si ya había llegado el pastel de zanahoria que pidió por encargo.
—Justo ayer por la noche —le dije al muchacho—. Voy por él.
Si había algo que le encantaba a la gente del lugar era su variada selección de postres, recetas especiales que nos traía una amiga del propietario. Y claro que no faltaba aquel que solicitara un pastel entero para festejos privados.
Regresé a bodega por el pedido, revisé la nota anexa en el domo de plástico y se lo entregué, agradeciéndole su preferencia. James ya se había ido y solo quedaban unas cuantas personas en las mesas, pero ninguna solicitaba atención.
—¿Qué harás el viernes por la tarde? —me preguntó, tomando un trapo para limpiar la encimera mientras yo lo hacía con la cafetera.
—Lavaré ropa y tal vez pinte el vestíbulo de la casa.
—Ah, entonces podrás ir a la obra de teatro.
—¿La que dijiste el otro día? Pensé que era dentro de un mes.
—No —dijo despreocupada—, es otra. Esta será para recaudar fondos para vestuario que necesitamos. Fuimos a un bazar para ver si encontrábamos algo, pero creo que ya nadie guarda vestidos de la época de la Independencia.
—Excepto los museos —recalqué.
—Por lo tanto —continuó, ignorando mi amago de broma—, los mandaremos a hacer. El problema es que sale caro y no todos nos lo podemos permitir. O sea, mis padres podrían, ¿sabes? Pero con las remodelaciones en la casa y la colegiatura de mi hermano...
—Suena bien —admití sin prestarle mucha atención a su tono. Hacía un par de meses que se había propuesto no depender tanto de ellos—. Y si quieres promoción, podrías imprimir folletos y dejarlos sobre el mostrador. Seguro habrá algún interesado.
—¡Eso sería genial! —exclamó emocionada—. También, bueno, invité a Jesús; justo cuando me dejó en mi casa el viernes en la noche. Dijo que iría, pero no sé si estaba en sus cinco sentidos.
—Dudo mucho que lo olvide.
Ya no profundizamos más en ese tema. Zoe no lo continuó y, por mucho que quisiera ver a mi amigo feliz, tampoco era mi estilo andar de casamentera.
Luego de eso tuvimos pocos clientes. Las horas con más auge eran las primeras de la mañana porque todos iban hacia sus trabajos; y como estábamos cerca de la estación del tranvía y del autobús, muchos pasaban por un café o desayuno rápido en lo que esperaban a que llegara su transporte.
Lo cierto era que la mayor parte del día y tarde no había mucho qué hacer. Pese a estar frente al parque Louis Armstrong, esa calle, como todas las demás de la zona, lucía su esplendor cuando el cielo oscurecía. Con el sol, la vista era más bien decadente.
Muchos días eran así en el Barrio Francés.
***
El martes el molino volvió a fallar. Y lo peor fue que lo hizo a la hora de los oficinistas —antes llamada Hora Steve—, lo que ocasionó que la fila de clientes se hiciera cada vez más larga. Varios se salieron desesperados por la lentitud, pero muchos se quedaron, ya fuera porque tenían el tiempo, la necesidad, o porque notaban que poníamos nuestro mayor esfuerzo en agilizar el servicio.
Algunos pedidos eran fáciles de despachar. Aquellos que iban por sándwiches, postres, tés o infusiones se atendían en tiempo normal. El conflicto radicaba en la gran mayoría que había ido por café.
—Un americano, por favor —pidió el siguiente cliente, quien resultó ser James. Iba tan fresco como el día anterior, como si en su mundo el tiempo no corriera.
—Tardaremos unos quince minutos por problemas técnicos —respondí sincera. No era mi intención mentirle a las personas. Al ver que extendía tres dólares, continué—: Si quieres págame cuando te lo dé.
—No hay problema —dijo al tiempo que dejaba los billetes sobre el mostrador—, esperaré. ¿Nada más podrías decirme en dónde están los sanitarios?
—Ah, sí. —Justo en ese momento entraba un grupo de estudiantes. Eran cinco, lo que significaba más presión sobre nuestros hombros si la máquina esa no se disponía a cooperar. Otra vez me enfoqué en James—: ¿Ves ese pasillo? —Señalé el costado izquierdo del local—. Están al fondo.
El codazo de Zoe llegó al mismo tiempo que la risa de autosuficiencia de James. No supe a qué se debió ninguno de los dos hasta que ella olvidó el molino y salió del mostrador, bastante solícita.
—Gracias por tu ayuda, creo —me dijo James, mientras mi amiga lo tomaba del codo y lo dirigía hacia los sanitarios.
No fue hasta ese momento que me percaté del motivo de sus lentes oscuros y noté al perro guía que acompañaba a James.
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Bourbon Street
RomanceEn el corazón del Barrio Francés, Marion Delarosbil lucha cada día por dejar atrás todo de lo que un día huyó. Sin embargo, las cosas que se evaden vuelven en formas y situaciones inesperadas para recordarnos que los monstruos no se van si no se exo...