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                       Capítulo I
          

—Dime,¡ por favor!—las lágrimas amenazaban con salir—¿ Por qué decidiste dejarme sin yo despedirme?

Grité con todas mis fuerzas en el desolado y triste cementerio. Nadie me escucharía o eso creía.

  Con la poca visibilidad que tenía por mis lágrimas incontrolables, observé a lo lejos, en una pequeña capilla a un chico evidenciando mi espectáculo.

Expulsó el humo de su cigarrillo, haciendo círculos pequeños hasta llegar a hacerlos grandes.

  Quise hablarle, saber qué hacía allí observando las penas ajenas.

Me levanté.

  Se escuchó una risa floja de su parte. Lanzó el cigarro, y lo aplastó dando la vuelta sin decir nada.

—¡Hey!—traté de llamar su atención. Pero fue en vano. Siguió caminando encorvado. Y lo perdí de vista.

   
      Miré por última vez la lápida de mi amigo. Y el dolor regresó,olvidándome de que puede que no estuviera del todo sola en el cementerio.

  
  Retrocedí un poco mirando mi alrededor. Árboles secos y sin vida. Hojas marchitas decoraban los lápidas y capillas ya olvidadas.El ambiente era tranquilo, nada tenebroso como he leído siempre en libros o visto en películas.

   Después de casi tres horas llorando, y con mis crisis existenciales, la noche arropó todo el pueblo de Lasmirs;provocando escalofríos en mi cuerpo por no traer abrigo, como dijo mi madre que pasaría.

«Tu madre es sabia, Margarita.»recriminó mi conciencia.

  A pasos lentos fui caminando en dirección al apartamento de mi madre.
Las calles eran abarrotadas por peatones apresurados por llegar a su destino. Las carreteras llenas con carros estancados en el tráfico. Nada peligroso podría pasarme a estas horas, por lo menos no con muchas personas a mi alrededor.

—Ya es tarde, Liz—comentó al adentrarme por su pastelería. Una muy famosa por cierto.

—Duré mucho en la biblioteca practicando para los exámenes finales—mentí un poquito para desviar la conversación—,vengo por los pastelillos que le encargué ayer.

  Sonrió pasiva y alcanzó una bolsa protegida por una tapa de cristal.

—Que tenga buena noche, Sra. Esparza—me despedí sin esperar respuesta.

     
   Retomé mi camino por la misma acera.

Pero en eso, un olor a cigarro chocó con mi rostro, algo en mi interior se revolvió cuando escuché la misma risa floja como  horas atrás en el cementerio. Giré en mis talones, inspeccionando mi alrededor, pero el chico de capucha no estaba. Ni algún tipo misterioso rondando.

—¡ Alto ahí,rufián!—grité por la voz grave de un policía. Su risa sonó tan bien,que logré recuperar mis signos vitales.

—¡ Maldición, tío Mich!—le riñé cuando se acercó a la ventanilla del asiento de copiloto—.Te acusaré con mi madre, porque un día de estos me piensas matar.

   Sus labios esbozaron una sonrisa arrolladora.

—Ya es tarde,pequeña rufián—abrió el asiento de copiloto para mí. Lo miré con mala cara.

Y cuando arrancó, vi en el retrovisor a un chico alto, encapuchado y mirándome.

—Estás paranoica, pequeña. Nadie te vigila, por lo menos no en mi presencia—observó por el retrovisor. Me miró analítico—,no hay nada allá.

   Quise asegurar sus palabras, y tenía razón. No había nada.

¿ Presa?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora