Poniendo en perspectiva general el recuento de los últimos hechos en su agitada vida, Pete concluía que tenía mucha suerte. No todo era tan malo como parecía. Si bien el pronóstico de su ventura conllevaba el sosiego de muchas pasiones y deseos acumulados a lo largo de los últimos años, entendía también que a él le correspondía tomar las riendas de lo que, a simple vista, se definiría como tragedia.
Veía totalmente innecesario quejarse o victimizarse. Para quienes la cotidianidad y la rutina conlleva la ocupación casi total del día el único camino para seguir adelante es aceptar las circunstancias.
La gente común no tiene tiempo de llorar.
Sigue su camino porque esa es la única solución a las dificultades. Es decir, ¿qué caso tiene condolerse por las desgracias si éstas no van a terminar de la noche a la mañana? De hecho, el permitir un momento de debilidad ante las adversidades es, más bien, contraproducente.
Así, por ejemplo, quedarse en cama por la depresión se vuelve proporcional a perder un cliente. No, no uno. Muchos. La jornada entera. Dinero valioso que serviría para comer, pagar las mensualidades de su vivienda y los medicamentos de papá.
Cruel o no, gimotear de desesperación no pondrá frente a sus ojos una bandeja con antibióticos o comida para la semana.
No obstante, lo que sí podía hacer era quejarse. Al menos eso le quedaba. En un mundo en el que pestañear significa perderse medio lustro de progreso humano la única salvación para los desventurados es acompañar la rutina de interminables rabietas que, claro está, tampoco hacen más liviano el contexto. Pero sí ayudan a sobrellevarlo.
Por ello, como cada noche, Pete no dudaba en lanzar maldiciones siempre que debía salir de casa para iniciar con los recorridos nocturnos.
Últimamente papá estaba más exigente que de costumbre. Las ganancias iban en picada gracias a los cambios climáticos. En vista de que las lluvias arrasaban las calles de la ciudad con el ahínco propio de un apocalipsis eran pocos los peatones que se decidían a usar transportes al azar. La mayoría recurría a las plataformas a domicilio. Algo como ordenar un auto que supiera exactamente dónde y cuándo estacionarse, los atajos para llegar a casa, e incluso el tiempo estimado para arribar al destino. Muchos de esos y otros factores estaban en su contra porque, para empezar, Pete ni siquiera tenía un teléfono celular adecuado.
Lo único que portaba consigo era una baratija que apenas si servía para recibir y hacer llamadas. La cámara se descompuso en una noche que casi le roban el auto por detenerse a comer algo en una calle cualquiera lejos de casa. Tampoco era que se tomara muchas fotos. Pero al menos podía presumir de un celular más o menos adaptable a la época.
Así, su medio de comunicación estaba limitado única y exclusivamente para las llamadas de emergencia que pudieran venir de su hogar. Siendo de esta forma forzosamente debía conservar cuanto más pudiera de batería en caso de que algo se le ofreciera a su progenitor o, en el peor de los casos, a Hansa.
Visitar la zona de clubes nocturnos era un martirio. Pete detestaba pasearse por esos rumbos porque sabía lo que le esperaba. Tipos ebrios que seguramente alegarían el pago a la mitad con tal de recuperar un poco de lo perdido en sus intentos de libertinaje. Grupos de mujeres ruidosas queriendo hacer uso del radio del auto para continuar entonando sin inmutarse siquiera de los dolores de cabeza que le generarían o el dolor de oídos por las voces agudas. Y lo peor, cuando los clientes desconsiderados encontraban agradable bañarle el forro de los asientos de alcohol mezclado con las botanas de la noche.
ESTÁS LEYENDO
Carpe Diem [VegasPete]
FanfictionA Pete la suerte nunca le sonrió. Condenado a abandonar sueños y metas por sus escasos recursos decide tomar el puesto de su viejo padre como un simple taxista de medio tiempo a quien el destino relega a la tediosa rutina. Hasta que, en una madruga...