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Si tuviera que graficar el pronóstico de su situación lo más seguro es que el esquema estuviera compuesto por un constante subir y bajar en el que no podía sentirse conforme por completo, aunque tampoco tan disgustado como para decir que había caído en lo más bajo.


Hablando desde un enfoque moral y prejuicioso, ¿qué sería para Pete recurrir a lo último? ¿La prostitución? ¿Delitos de menor grado? Cierto era que de valiente no tenía nada. Es decir, no al grado de hacer trabajos exprés como golpear a alguien por mandato de un tercero o de aventurarse a vender droga de pésima calidad a adolescentes y viejecillos alcohólicos, sin embargo, últimamente pensaba que las opciones se le terminaban.


Los rechazos en su búsqueda de trabajo le hacían justificar cientos de cosas principalmente cuando las fechas de pagos se acercaban y su estrés tocaba la puerta sin avisos previos o entradas suavizadas.


Todavía debía la silla de ruedas de papá junto con el total por la operación de hace casi tres meses atrás.


En términos físicos Pete era más fuerte que una piedra. Rara era la ocasión en la que se enfermaba. E independientemente de que gozara de cierta personalidad torpe casi nunca presentaba descuidos en su anatomía tal como golpes por algún tropezón o rasguños por determinadas actividades como arreglar las imperfecciones de su auto por mano propia. Era cuidadoso. Una herida significaba un gasto extra. Casi un privilegio.


En términos enteramente emocionales, estaba destruido. Agotado. Hundido. Tanto que, de vez en cuando, el exceso de sus padecimientos mentales le exigía un instante de calma al que, evidentemente, no podía ni debía ceder por muy atractivo éste que resultase.


¿Cuántas veces se imaginó a sí mismo postrado en cama hasta que el medio día llegara y no tuviera que preocuparse por otra cosa salvo la elección de su desayuno entre una amplia alacena de alimentos empaquetados junto con el relleno total del refrigerador?


Muchas. Era una fantasía de todos los días que llegaba cuando el reloj marcaba las cinco y Pete tenía que viajar al mercado popular o, mejor dicho, al Rastro de carnes en el que trabajaba.


El olor de los cortes crudos representaba la cereza de su fascinante tarta llamada vida. Y ni qué decir de los regaños del tipo grasoso, maloliente e iracundo que tenía por jefe.


El inconveniente (uno de tantos) era la paga. Tan poco para lo que sacrificaba presenciando el destazar de cuerpos de animales en refrigeración que colgaban del techo y a veces chocaban con su rostro.


No obstante, pensar negativo sería condenarse. Porque, debido a su poca tolerancia y su tremenda sensibilidad con lo que veía días tras día el apetito no le llegaba hasta volver a casa por la tarde. Se ahorraba el desayuno y no tenía que preocuparse por llevar algo en su estómago hasta que la esencia cruda se le esfumara del cuerpo con el pasar de las horas.


Si Pete tuviera las posibilidades se ducharía tres veces al día sin pensarlo.


Y aquello realmente resultaba aplaudible. Puede que esos fueran los orígenes de sus obsesiones higiénicas. Estar completamente limpio lo mantenía en calma. Porque sólo así dejaba de imaginarse que cualquier mancha era provocada por la sangre de una ternera que próximamente sería cortada en trocitos bajo sus dedos.

Carpe Diem [VegasPete]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora