El mejor amigo

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Aunque estuviera exhausta por la rutina del día, Débora decidió enfrentar a su hermanastro apenas llegó al apartamento. Acababa de dejar a Natalia en un hospital no muy cercano, sus papás fueron a quedarse con ella y Bárbara aseguró que iría a verla más tarde.

Y las preocupaciones no acababan para Débora, al parecer.

Desde el pasillo se escuchaba la música que Yeferson tenía a todo volumen en su cuarto, era una de Neutro que ella no supo identificar con exactitud.

Tocó su puerta con fuerza varias veces, pero parece que ese día todo el mundo se negaba a abrirle, porque no recibió respuesta.

Yeferson le había dado el mejor regalo de cumpleaños que había recibido en su vida, el mejor del mundo para ella. Se sentía muy mal pie haberle dicho tantas cosas feas, cosas que en parte no eran ciertas, porque negar que también lo quería era intencional para intentar salvaguardar el secreto de que ese capullo le gustaba.

Suspirando, pegó la espalda contra la madera de la puerta y se fue deslizando lentamente hasta quedar sentada en el suelo. No supo cuántos minutos estuvo ahí, pensado en la situación que la avergonzaba un poco y que le gustaba a partes iguales, pero de un momento Yeferson bajó el volumen de la música en el interior.

—Ábreme la puerta —pidió ella, sin saber con exactitud si el capullo la escuchaba.

Lo que tampoco sabía era que él estaba recostado de la puerta del otro lado, escuchando su respiración pausada.

—¿Para qué? —su tono era monótono y gélido. Delataba lo mal que la estaba pasando.

—Necesito hablar contigo.

—Ya estamos hablando.

Yeferson la escuchó susurrar una maldición, y luego el pesado silencio se prolongó unos minutos.

—Ábreme la puerta —ella reiteró con tono demandante, pero en el fondo se trataba de una súplica.

—No sé si pueda verte, víbora —confesó él.

—¿Por qué no?

«Porque te dije que te amo y me demostraste que solo piensas que soy patético, y quedé como un imbécil frente a todo el mundo» quiso contestar, pero prefirió guardarselo por el poco cariño que le quedaba a su dignidad.

—Me viste esta mañana, tío. No seas así.

—Por desgracia.

Yeferson alzó la comisura de sus labios en una sonrisa ladina cuando la escuchó maldecir otra vez. Amaba ponerla de mal humor, pero nunca le gustaría más que sus besos.

—¿Dónde estuviste? —pero la verdad quiso preguntar «¿Por qué no te quedaste?»

El solo recordar qué sucedió después de salir del apartamento lo ahogaba.

Al ver que Yeferson no mostraba intención de hablar mucho con ella, se cruzó de brazos. Mierda, sí que prefería tenerlo cabreándola antes que la ignorara, fue ahí cuando supo cómo él se había sentido durante sus días de ignorancia.

—Me ha gustando mi regalo —trató de ocultar su verdadera emoción—. Pero te olvidaste de un detalle muy importante que habría hecho la diferencia, que habría hecho que yo cayera a tus pies.

—¿Qué? —quiso saber en qué falló.

—Cuánto afán —ella se burló de su curiosidad desesperada. Esta vez le tocó a él maldecir—. El regalo no me lo entregaste tú, eso habría sido mucho más especial que lo que estaba dentro de la caja.

Yeferson se conmovió, claro. Pero jamás se lo diría. Se limitó a ponerse de pie y abrir la puerta con lentitud. La encontró sentada en el piso, todavía con el uniforme del liceo puesto y ligeramente despeinada. Ella se levantó también, ambos se quedaron ahí, solo manteniendo contacto visual, hasta que ella volvió a hablar.

Bajo la misma arepaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora