Aceptar el paso de los meses

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El camino no era el mismo por el que había ido la primera vez, pero decidió confiar ciegamente en su instinto. En esta ocasión, se encontraba en la punta opuesta del bosque que la otra vez, así que solo tenía la opción de aceptar la dirección que sus pies imponían.

La idea de que Caleb muriese por su culpa torturó la parte más inconsciente de la mente de la mujer, pero rechazó el pensamiento, pasando una mano por delante de su rostro, tratando de ahuyentarlo...

Lo que estaba haciendo iba a funcionar. Tenía que funcionar...

Al recordar que Messek podía estar vivo, una fuerte convicción la empujó a seguir adelante: él la había traído aquí, y no era una casualidad. Su formador siempre había confiado en su criterio, en ocasiones incluso más que en el suyo propio, y esta vez no iba a ser diferente.

Rodeó zonas del bosque en las que jamás había estado, oscuras, parecían estar muertas desde hacía años. Aetheerok se encogió en el interior de la enorme chaqueta rojiza, y trató de ignorar la voz que la avisaba de que algo malo estaba a punto de suceder. El sol emergió sin previo aviso en medio de la oscuridad que esa parte del bosque parecía emitir, y, aunque el sonido de lluvia no había cesado ni por un solo instante en el interior de su cabeza, la mujer paseó las yemas de sus dedos por encima de las enormes hojas brillantes de las plantas bajas que flanqueaban el terreno, iluminadas con fuerza por los rayos del inmenso y cálido astro. Aquellas que habían muerto hacía mucho arañaban sus tobillos, casi como si tratasen de aferrarlos y tirar de ella de nuevo bajo tierra.

En un parpadeo, la joven vio una columna de sangre manando camino abajo, por encima de las rocas por las que paseaba, pero, en cuanto volvió a comprobarlo, se dio cuenta de que solo sus pupilas proyectaban esa imagen, y que el terreno seguía tan imperturbable como siempre. Era como si el dolor fuese algo inmanente al entorno que la rodeaba, como si solo ella fuese capaz de captarlo, sentirlo y verlo.

Y tal vez fuese porque ella lo portaba en su interior como nadie más era capaz de hacerlo o sentirlo.

Continuó, cuidando de que sus pies no resbalasen por las empinadas cuestas, pudiendo caer hacia atrás y dañarse, o, aún peor: perder el poquísimo y precioso tiempo que le restaba. En su cabeza rebotaba la idea de que la dríade o bromeaba respecto a terminar con la vida de Caleb, pero también la de que ella no tenía la opción de salir del bosque y no volver jamás a mirar atrás.

Sin aliento, alcanzó el terreno, y lo supo antes de verla, porque sus pies se hundieron con suavidad en el terreno enfangado, que, en esta ocasión, no la soltó, y comenzó a tragarla hacia abajo poco a poco, ascendiendo desde sus tobillos hasta sus rodillas, donde paró. La fuente manaba su agua eterna, imperturbable a los eventos de la mañana, pero todo cambió en el momento en el que, desde detrás de la estructura pétrea, emergió una mano fina y blanquecina, del mismo color que los brazos que la habían aferrado el día anterior contra el suelo. Aetheerok se quedó sin palabras, y sintió miedo: la invadió por completo y la inmovilizó aún más de lo que ya lo estaba.

—Bienvenida, Aetheerok... Sabía que vendrías, sabía que volverías.

La joven alzó el mentón, tratando de evitar su contacto cuando esta mujer desconocida trató de situar su mano por debajo de su mentón con suavidad, pero se quedó helada al fijarse en un detalle: el color de sus ojos. Su boca se entreabrió antes de que pudiera evitarlo, y contempló paralizada el rostro de la mujer.

No era una dríade. No era como ellas. Tampoco parecía humana, o solamente humana, y solo había una opción que explicaba ese color de ojos que ella tan bien conocía por las interminables horas de entrenamiento.

—Irem —susurró, mitad aterrorizada, mitad fascinada—. Sigues aquí.

La mujer sonrió al saberse reconocida, y agachó el rostro con diversión: había infravalorado a Aetheerok.

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora