Lluvia venenosa

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No fue la luz del sol lo que despertó a la mujer, sino un fuerte grito de ansiedad que la sacó del reconfortante abrigo del sueño. El contacto con Caleb hacía rato que se había roto, ya que la noche había separado sus manos, y las pesadillas habían vuelto para cazar a ambos y arrastrarlos a lo más hondo de sí mismos. Sin embargo, Aetheerok no fue capaz de prestar atención al estado del Maestro, porque el intenso olor que se filtraba por la entrada del refugio la llamaba de forma superior a sus fuerzas, así como el sonido incesante y casi violento de la lluvia, que golpeaba contra sus cabezas, casi como si les estuviese tratando de obligar a salir al exterior y encarar el mundo por un día más.

Y ella no dudo en hacerlo: salió al exterior tras apagar la vela y cerró a sus espaldas para que Caleb no se despertase. Necesitaba examinar el bosque, y no quería que él interrumpiese sus indagaciones; a fin de cuentas, la mujer había llegado allí con una misión y un plan, y estaba dispuesta a todo para conseguirlo.

Caminó por la tierra mojada, sin ser capaz de olvidar cómo el día anterior se había abierto bajo sus pies. No tenía miedo, sin embargo, ya que hacía tiempo que había aceptado que se dirigía a un destino incierto, y estaba en paz con cualquier posible desenlace que pudiera producirse. Según avanzaba, fue quedando extasiada con la belleza del entorno... ¿cómo un lugar tan bonito podía ser, en esencia, una simple trampa mortal? Reposó sus dedos contra la corteza de uno de los árboles, y sintió un fuerte calambre de vuelta, que la hizo parar y mirar a su alrededor.

—¿Qué te pasa? —susurró, intentando llegar al fondo del asunto, pero ninguna respuesta acudió a los confines de su mente.

Era como si el bosque estuviese encolerizado, profundamente enfadado con todo aquello que tenía vida, y solo quisiese generar muerte para calmar su propio dolor, ahogándolo en sangre y tormento. Pero un paraíso de la naturaleza no podía tornar en un infierno por placer, ni por evolución natural; algo debía de haber pasado allí que había hecho que la naturaleza despreciase la vida.

Ningún animal se cruzó en su camino, aunque estuvo más de media hora caminando entre los árboles, en cuyas copas no se escondían aves cantoras que rompiesen el silencio del entorno: solo el agua de la lluvia y de un río en la lejanía lo hacían. Podría haber sido siniestro para cualquiera, pero ella entendía en su interior el dolor del bosque, no porque supiera el desencadenante del mismo, sino porque ella también se sentía ahogada por el suyo propio.

Y ella también quería devolver el golpe.

Aunque, a veces, esa no era ni la respuesta ni el camino de acción más adecuado o afortunado.

Saltó una tosca valla de madera con cuidado, preguntándose si sería Caleb el que la había construido, y, después, bajó por una árida cuesta de piedrecillas y arena, flanqueada por árboles que parecían estar muriendo antes de haber llegado siquiera a vivir. En esta ocasión, Aetheerok no se atrevió a tocarlos, aunque no comprendía la razón exacta. Resbaló en varias ocasiones, pero en todas logró recomponerse y restablecer su equilibrio antes de caer. A su alrededor, los árboles parecían envueltos en niebla, como las pupilas del Maestro, o como si un extraño fuego se hubiese apagado pero dejado a su paso el humo del mismo impregnado en el ambiente.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —volvió a preguntar la joven, sin temor, pero volteándose sobre sí misma, tratando de ser escuchada.

Y cuando culminó el giro de trescientos sesenta grados, se encontró de frente con un rostro pálido y con un leve matiz verdoso que la contemplaba con unos grandes ojos negros, sin parpadear.

—¿Te he asustado...?—preguntó con una melodiosa voz la dríade.

Aetheerok retrocedió con cautela, alzando ambas manos, tratando de tranquilizar al ser. No sabía qué era exactamente, pero sabía que esa mujer no parecía precisamente inofensiva. Tenía unos dientes afilados, y la miraba fijamente, como si la hubiese estado esperando.

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora