Te encontré

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En la otra punta del campamento, Irem y Messek se precipitaron hacia el suelo con fuerza, repentinamente, ya culminado el corto viaje que la antigua Daffodil había iniciado.

—¿Cómo has podido? —le echó en cara él, desesperado, llevándose ambas manos al cuello.

—Porque no tenías que estar ahí, te iban a matar, y eres demasiado importante para esta misión; los dos lo sabemos.

—¿Y ella no? ¡Es la clave de todo, Irem!

Messek se dejó caer al suelo, derrotado. No llegaría a tiempo de evitar lo que fuera que Abbegya tenía preparado para Aetheerok... Le había fallado...

—Lo siento muchísimo, Messek, pero he hecho lo que tenía que hacer, y, aunque no quieras reconocerlo, lo sabes perfectamente.

Él negó, y trató de encontrar más energía de su acólita en el suelo, con la absurda idea de que quizá así podría transportarse a tiempo, pero no quedaba nada de ella... era como si hubiera desaparecido por completo del lugar. Se echó a gritar, pero su lamento terminó en llanto, y, con el rostro enterrado contra sus propias rodillas, Messek se rompió en pedazos: todo estaba saliendo al revés desde lo que fuese que Aetheerok hubiese hecho con el bosque.

Su plan se basaba en que ella bebiera de la fuente, porque así le liberaría así de la cárcel, ya que, al estar ligado a ella, y al estar ella ligada a esa tierra, él quedaba igualmente atado y su alma y su cuerpo llegarían en apenas segundos a la tierra maldita. Pero su acólita no debía morir al beber el agua, debía reservar esa vida para librarse del hechizo del bosque, no atar su última vida a una tierra maldita.

—Todo esto es por mi culpa... He fallado, y la he condenado a un destino peor que la muerte.

—No lo sabías, Messek, y también te has condenado a ti mismo, así que no olvides que compartís este destino: no la has abandonado aquí a su suerte. Solo debéis encontrar una salida, y seguro que existe...

Ambos sabían que no era cierto, que solo estaba tratando de consolarle y darle esperanza, su propia presencia en el bosque daba prueba de que no había escape posible por más años que pasasen. Solo el Maestro podía liberar las almas atadas, pero no podía hacer nada por los cuerpos.

—O morimos, o nos pasamos la vida aquí encerrados hasta que lo hagamos —murmuró él, completamente desconsolado al haberla sentenciado a ella, incapaz de pensar aún en las consecuencias que tenía para él mismo el asunto.

—Pero estaréis juntos... ¿no es eso lo que querías? —trató Irem de reconfortarlo, con un tono triste al fondo de su voz y una sonrisa torcida de pena cubriendo su rostro.

—Así no. Quería que ella lo eligiese, que me eligiese a mí... no que muriera tratando de cumplir mi sueño de liberar este espacio, de devolverle la vida.

—Lo ha hecho, Messek, ha conseguido invertir el hechizo —susurró Irem, alzando la vista hacia el bosque, que brillaba con suavidad, aún combatiendo, poco a poco, la oscuridad residual de tantos años.

—Pero, ¿a qué precio, Irem...? Ha muerto, y no está despertando, y yo jamás hubiera querido que...

Sus palabras quedaron cortadas por el fuerte golpe que sintió desde el interior de sus costillas. Se llevó la mano al corazón, callándose inmediatamente, y volvió a notar la corriente de energía alzándose con fuerza contra su piel, desde dentro de la misma.

Solo había un significado posible: ella había logrado despertar, estaba viva.

Irem comprendió rápidamente lo que estaba sucediendo.

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora