Humo en tus ojos

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Dos mujeres entraron en la cueva, blandiendo dos cuchillos afilados en el aire, y el rostro de una de ellas se relajó en cuanto vio a Caleb, justo tras introducir en el oscuro espacio una pequeña antorcha llameante.

—No sabes que susto nos has dado, Maestro...

—Todo está bien, chicas, podéis volver con los demás espíritus.

Una de ellas se giró y desapareció, tras asentir una única vez, pero la otra, la que sostenía la antorcha llameante, no fue tan fácil de convencer.

—¿Es nueva? —inquirió, con un tono que hizo a Aetheerok estremecerse, sin saber muy bien por qué.

Todavía de espaldas a ella, el Maestro se quedó muy quieto, tratando de encontrar una explicación a toda velocidad. No lo consiguió, pero sabía que tampoco estaba obligado a responder y darle a su espíritu la más mínima información.

—Vete, Kate... No tienes nada que hacer aquí, y no tengo por qué darte explicaciones, así que desaparece antes de que las llame y te arrepientas de tu intromisión.

—No serías capaz de hacerlo, y ambos lo sabemos, así que no veo el peligro —escupió ella, y sus palabras envenenadas lograron arrancar una mueca de enfado del rostro del Maestro.

Se levanto y encaró a Kate, con una calma muy trabajada con el paso de los años.

—Te he dicho que te vayas... ahora mismo.

Ella sonrió, pero no era una sonrisa de felicidad, y, aunque no fueron las palabras del Maestro las que lograron que retrocediera, cabeceó una única vez hacia abajo, con un mal gesto de comprensión, y despareció de nuevo por donde había venido, sin hacer el más mínimo ruido. 

Tras unos minutos, el Maestro espiró con fuerza. 

—Eso ha estado cerca.

Aetheerok no entendió a qué se refería, pero ninguno de los dos tenía el tiempo que se necesitaba para que toda la situación quedase claramente explicada. Él volvió a su lado, pensativo, y tendió una mano en su dirección, muy serio. 

—¿A dónde vamos? —preguntó ella, sintiéndose incapaz de confiar en el hombre tras lo que acababa de suceder poco antes, cuando el bosque había intentado tragarla con vida.

—A charlar un rato... No entiendo la razón, así que no puedo darte ninguna explicación lógica que pueda satisfacerte, pero el seno del bosque te ha escupido literalmente de vuelta. Deberías estar muerta, y has vuelto con vida, apenas levemente magullada —apuntilló, levantando sus muñecas y revelando así los cardenales que cubrían sus brazos hasta los hombros—. Y esto no puede significar nada bueno... solo hay dos posibles explicaciones, acólita. 

—¿Y cuáles son, si puede saberse? —preguntó ella, aceptando su mano e incorporándose tras su suave tirón ascendente.

Por unos instantes, el hombre guardó silencio, o, por lo menos, hasta que ambos estuvieron en la entrada de la cueva. Fuera era noche cerrada, y eso fue lo que impidió a Aetheerok percatarse de las dríades que se ocultaban entre los árboles, escuchando sigilosamente todas y cada una de sus palabras. Caleb sí que las sintió, y no solo porque tuviera ventaja sobre la mujer debido a su condición: tal vez algunos de sus sentidos se hubiesen agudizado, pero él siempre podía sentirlas cuando estaban cerca, acechándole. 

—Aquí no... —susurró en su oído, para después volverse y darle a las dríades el espectáculo que estaban esperando: falso, pero lo suficientemente creíble como para mantenerlas distraídas, confusas y alteradas hasta que él tuviera la oportunidad de hablar con Aetheerok—. O el bosque entero está muriendo irremediablemente, o...

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora