Prólogo: Lo etéreo

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Cuando dos personas, entidades o cosas destinadas a conocerse, por fin se encuentran, la atracción es irremediable. Poco importa si una de ellas encarna el bien y la otra el mal, o si la realidad es que nunca debieran de haberse encontrado, si en el pasado todo se hubiera gestionado tal y como debía, porque, desde ese momento, se forma un vínculo entre ambas.

Ese vínculo, dependiendo tanto de los sentimientos como de las decisiones, toma una forma u otra, y puede aspirar a crecer o a disminuir, pero jamás desaparece. Es sutil, es brillante, y es etéreo, y entender que no tiene fin, permite comprender por qué no todas las historias pueden narrarse de la misma manera; por qué no todas tienen un principio definido y un final absoluto, y la forma en la que algunas de ellas se complejizan y escapan de entre las manos de aquellos que tratan de explicarlas de forma ajena a su corazón, ya que, a veces, el único camino para descifrar aquello que carece de sentido es cerrar la mente, callar, abrir el alma y escuchar (en este orden). 

Entendiendo esto, se puede por fin contar cómo comenzó la maldición del bosque que se encuentra en la orilla opuesta a la Línea, aunque no se trate del comienzo de la historia real del mismo. De esta manera, todo empezó —sin empezar realmente— con un puñal que cayó sobre un lecho de pequeñas flores azuladas, inundándolas de sangre y arruinando todos y cada uno de sus diminutos y frágiles pétalos. Continuó —sin continuar— con una joven que retrocedió un paso inmediatamente después, sin temor, aunque consumida por el peso de las implicaciones derivadas de sus acciones: porque nada podría volver a ser como antes después de lo que acababa de hacer, y jamás podría volver a su hogar. En último lugar, terminó —sin terminar— cuando el muchacho susurró su nombre una última vez, antes de que sus rodillas sucumbiesen, mientras ella contemplaba, con una silenciosa despedida eterna, la lágrima que acarició el rostro del que había considerado un amigo durante tantísimo tiempo.

Este fue el inicio de la primera persona que huyó al bosque, arrastrando consigo muerte y sangre, y llevándolas a un lugar que las desconocía hasta ese momento; convirtiéndolo así, poco a poco, en apenas una sombra de lo que un día fue, y tomando cuantas vidas llegaban a sus orillas, empleándolas para algo monstruoso y demoníaco... 

La paradoja de esta situación radica en que, aquella responsable de transportar la muerte, llevaba a su vez en su seno una vida. Una vida que se vio truncada por los miedos y las limitaciones que le fueron impuestas desde antes de su nacimiento, una vida desperdiciada, según algunos, o destinada al lugar que protegía, según otros. Para esta vida, su existencia no era diferente a la de un preso, aunque poco imaginaba que, con un poco de amor y de paciencia, todas las creaciones del Universo, incluyendo la suya propia, podían evolucionar y convertirse en algo mejor, reescribiendo su propio destino, si así lo deseaban, y tornándolo en uno que no precisase diferenciar con tanto ahínco entre el bien y el mal, al comprender, por fin, que ambos contienen al opuesto intrínsecamente en su interior, y que es esto precisamente lo que garantiza, en primer lugar, su existencia, y, en segundo lugar, su continuidad. 

Cualquier historia puede ser reescrita... y esa era la lección que la vida albergaba para el Maestro. 

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora