Decir adiós

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Cuando Aetheerok abrió los ojos, no reconoció el lugar en el que se encontraba. Se incorporó, con el pulso a mil, y los recuerdos de los últimos momentos con Messek y sus palabras la golpearon con fuerza, así como traición de Caleb. Sonrió con tristeza al recordar la promesa de su formador, la misma que le había hecho la primera vez, y se llevó una mano al corazón.

Si estaba muerta, había muerto en paz.

—¿Cómo vamos a permitirte morir... sabiendo todo lo que tienes para ofrecernos?

La voz emergió desde detrás de ella, y Aetheerok se volvió de golpe, incorporándose y cayendo de donde estaba tumbada. El raspar de una cerilla rompió el silencio, e iluminó la estancia. Había estado recostada en un sillón raído marrón oscuro, pero no reconocía la sala en la que se encontraba, aunque sí el estilo: era muy parecido al refugio de Caleb, pero el olor no se correspondía.

Olía a profundo. Y olía a muerto... a muerte.

Se cubrió la nariz con el antebrazo, y pegó la espalda a la pared del sitio, alzando la vista hacia el techo de madera. Estaban a muchísima más profundidad de lo que lo había estado la noche en la que había dormido en el refugio del Maestro, y las paredes eran diferentes, antiguas... Era como si llevasen excavadas desde hacia siglos, conteniendo lo que fuera que contuviesen en el más absoluto silencio.

—Te estábamos esperando, Aetheerok —dijo la voz, alargando cada palabra, y Aetheerok examinó toda la estancia hasta que dio con la figura oscura de la que emergía la voz, pero cuando esta alzó la vela que había encendido, no pudo evitar gritar.

Detrás de esa figura, había lo mínimo una docena más, todas empapadas en esa oscuridad tan espesa como el petróleo, tan asfixiante como la muerte, tan fría como el hielo.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó haciendo uso de su último hálito de aire, ya que cada palabra que salía de su boca emitía un vapor visible, como si la estancia estuviese descendiendo de temperatura conforme se acercaban a ella.

Y lo estaban haciendo. Con pasos cortos y muy medidos, destinados a atemorizarla. Aetheerok cerró los ojos, pero sintió sus dedos en torno a su rostro, acariciando sus antebrazos. Se convenció a sí misma que si no los miraba, estaría a salvo, y el recuerdo de Messek invadió su mente.

Llevaba años entrenándola... No podía fallarle ahora.

Inspiró y se concentró recordando sus lecciones más vitales.

"De la respiración parte todo el resto. Contrólala, y tendrás el control de la situación".

Espiró, y, durante unos segundos de silencio, ninguna de las manos de las siluetas que tenía frente a sí recorrieron su cuerpo ni su rostro. Su energía la protegía con fuerza, creando un campo que la protegía y la separaba de ellos. Solo disponía de unos segundos. Gritó y se lanzó contra ellos, logrando empujarlos e iluminarlos de golpe. Ellos gritaron a su vez, pero no cayeron. Esta vez desde la otra punta de la estancia, se volvió, mirándoles con intensidad y alzando sus brazos, tratando de llamar al bosque, pero se quedó paralizada cuando las risas se elevaron en la estancia, una detrás de otra.

—¿De verdad creías que el bosque te iba a proteger a esta profundidad?

—No pienso morir aquí, con vosotros, tengo una misión por delante, y no pienso abandonarla o renunciar a ella por vuestros planes.

Todos ladearon la cabeza hacia la derecha al mismo tiempo, y la acólita controló el temor, inclinándose, tratando de prepararse para atacar, pero, en mitad del movimiento, empujó sin querer un objeto de los que estaban sobre la enorme piedra pulida que reposaba encajada contra la pared, al fondo de la estancia, junto a su izquierda, y cuando el contenido cayó al suelo, una de las figuras echó a gritar con un estridente sonido metálico, justo antes de desvanecerse. Al mirar a sus pies, Aetheerok descubrió un pequeño montículo de cenizas que cubrían también una parte del aire del ambiente, y antes siquiera de pensar lo que estaba haciendo, empujó dos más al suelo, y los gritos se sucedieron.

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora