Olor a libertad

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Las pesadillas controlaban su mente en cualquier momento en el que ella no lo hacía y no reclamaba ese poder. Una parte de su ser le decía que no eran más que sueños de los que, tarde o temprano, terminaría despertando, pero la realidad era que, mientras estuviese dormida y lejos del ansiado despertar, las visiones poseían a la mujer por completo. Logró despertarse entre gritos, y, en la penumbra, respiró agitadamente, tratando de comprender dónde se encontraba. Sus últimos recuerdos eran el lago y la pared de cristal estallando en su cara... y el dolor en la mejilla. Se llevó la mano al rostro y recorrió la herida con las puntas de los dedos, constatando así que, por lo menos, una fracción de lo que su memoria contaba era más que real, más que cierto. 

Un suave carraspeo a su alrededor obligó a la acólita a incorporarse de golpe, inspirando con fuerza mientras trataba de tranquilizarse desde el centro mismo de su cuerpo, para así estar preparada para lo que fuera que estuviese a punto de suceder.

—¿Quién anda ahí? —murmuró, con voz baja y ronca, mientras giraba sobre sí misma para echar una ojeada a sus espaldas.

Tras unos breves minutos de pausa, alguien respondió a su pregunta: 

—Estoy aquí, justo enfrente de ti... No debes tenerme miedo. 

Aetheerok se volvió en la dirección de la que brotaba la melódica voz, con el cuerpo completamente en guardia, y se esforzó en respirar hondo. 

—Si no te importa, eso lo decidiré yo.

Una suave risa se elevó entonces en la noche, que, en contra de su voluntad, ralentizó el ritmo alocado de su corazón, relajando la tensión del ambiente.

—¿Qué te trae al bosque, acólita?

Dos ideas colapsaron la conciencia de la joven: la primera era que la voz sabía, de alguna forma, quién era ella; y, la segunda, que lo había conseguido.

Había escapado de la Línea. Estaba en el bosque.

Una tercera idea se expandió por su mente instantáneamente, y dio un brusco paso en la dirección en la que se encontraba el portador de la voz.

—¡Mi colgante! —casi gritó, desesperada, sin saber cuánto tiempo quedaba antes de que su cuerpo colapsase al estar lejos de aquellas versiones de sí misma que aún estaban vivas. 

Se adelantó hacia él sin pensarlo dos veces, y, en el mismo momento en el que una punta afilada detuvo su avance, interponiéndose entre ambos y punzando suavemente la piel de su pecho, ella se llevó la mano al cuello, descubriendo allí su medialuna.

Sin embargo, hubo algo en el hecho de que hubiese alzado un cuchillo contra ella que sublevó a la joven, y antes de siquiera tomar la decisión consciente de hacerlo, recortó las distancias entre ambos, apretando mucho más el filo contra su cuerpo.

—Si vas a matarme hazlo ahora mismo, o, de lo contrario, no vuelvas a apuntar un arma en mi dirección, si no quieres terminar tú con ella clavada en el pecho.

El Maestro no pudo evitar que una media sonrisa escapase de su rostro. Reconocía el discurso, porque había crecido observando de lejos al portador de esa energía fiera e indomable.

—Por pura curiosidad —interrumpió a la joven—, ¿quién te ha formado...? ¿Messek? ¿Nanlna, tal vez?

—No es de tu incumbencia —gruñó Aetheerok, molesta porque aún no hubiese retirado el cuchillo ni, por ende, la amenaza—. Baja el arma, no pienso repetírtelo más veces... No sé qué quieres, ni cuáles son tus intenciones, ni si trabajas para la Línea o no, pero una cosa quiero que te quede clara: no pienso volver allí, y no me importa si para ello tengo que quitarte a ti también de en medio, así que te recomiendo encarecidamente que te apartes de mi camino.

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora