Réquiem a la persona que un día fui

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Caleb la guió hasta una especie de pequeño campamento improvisado, y la mujer se preguntó si todos estaban muertos cómo podían interactuar con el mundo de los vivos con tan aparente facilidad.

—Han aceptado su estado hace mucho tiempo, y tienen mucha fuerza, quizá más que nosotros incluso.

Todos guardaron silencio. Kate, la mujer de la cueva, contempló su avance con aire reprobador.

—¿Por qué no está muerta, Caleb? —le espetó siquiera antes de darle una oportunidad de explicarse.

Pero fue fácil para el Maestro, porque no tenía nada que esconder, y solo tuvo que decir la verdad.

—El bosque la ha rechazado.

De repente, todos los presentes estaban contemplándola con temor. Aetheerok recorrió sus rostros uno a uno, mitad maravillada por el hecho de que se movieran como si estuvieran vivos, mitad aterrorizada por cuántos eran. ¿Todas esas personas habían sido asesinadas allí...? 

Así se lo planteó a Caleb, y este susurró en su oído:

—No son ni la mitad, acólita... Yo estoy aquí para liberar sus almas, y no les dejo permanecer mucho por aquí, a no ser que ellos lo pidan expresamente, porque, ¿qué clase de descanso es este?

Mas las palabras del Maestro se perdieron en el aire, porque Aetheerok fue incapaz de continuar escuchándole, sus ojos se encontraron con unos marrones y ambarinos que llevaba muchísimo tiempo añorando, y cuando a uno y otro lado sus pupilas se encontraron, ambas se quedaron sin aliento. Los ojos de Aetheerok se llenaron de lágrimas mientras miraba sin creerlo a aquella persona que más había amado y añorado en su vida, y se las limpió con el dorso del brazo con brusquedad, sin querer llegar a parpadear demasiado, por si ella volvía a desaparecer.

—¿Jade...? —susurró, con la voz rota—. ¿Eres tú?

La otra mujer también rompió a llorar, y adelantó un paso en su dirección, que era toda la indicación que Aetheerok precisaba para echar a correr hacia ella. Ambas se fundieron en un abrazo eterno, apretándose con fuerza, como si temieran que el cuerpo de la otra fuese a desaparecer en cualquier momento si no se sostenían con la suficiente intensidad.

—Te he echado muchísimo de menos —musitó en su oído Jade, con una voz cargada de la más pura felicidad e incredulidad—. Llevo años esperándote, Aetheerok, sabía que vendrías, sabía que me buscarías: nunca lo he dudado ni lo más mínimo. Yo misma intenté encontrarte, pero no soportaba verte como te veía, totalmente destrozada y hundida, abandonando tu vida a un lado como si con la mía terminase la tuya.

—Es que lo hizo, Jade, para mí lo hizo: para mí una gran parte de mí murió contigo ese día.

Jade la tomó por la barbilla, y se la alzó, mientras las lágrimas seguían manando sin pausa a uno y otro lado de su rostro.

—Pero no todo tu ser, Aetheerok. Tú no estabas destinada a desaparecer del mundo ese día, y yo sí, pero eres demasiado cabezota para entenderlo, demasiado obstinada para aceptarlo sin rechistar, y tuve que ayudarte a permanecer... —explicó, alzando con una mano etérea y a la vez consistente, como si estuviera y a la vez no estuviera allí, una pequeña moneda plateada.

Cuando Aetheerok la vio, no fue capaz de evitar que el llanto se intensificase aún más, porque sabía exactamente a qué se refería. Un año atrás, después de perder a su mejor amiga, su familia, su hermana incluso, ella trató de seguirla. Como no tenía la fuerza necesaria para terminar con su propia vida, tomó una moneda de plata, y, arrodillada frente a la fuente mágica de la plaza de armas de la Línea, pidió un deseo, como la tradición indicaba que había que hacer: una noche de medialuna, a medianoche.

El cielo azul y la medialuna de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora