Prólogo

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Caminaba sigilosamente por el almacén abandonado. El sonido de sus pequeños y calculados pasos rebotaban en las paredes y llegaban de nuevo a sus oídos en forma de eco. Su respiración era profunda y pequeñas gotas de sudor caían desde su frente hasta la barbilla. La blanca camisa pegada a su piel en la espalda y el pecho en grandes manchas transparentes.

Las manos sujetando la pistola con firmeza. La boca reseca. Sus oscuros ojos paseándose por todo el lugar, deteniéndose con más atención en los rincones oscuros. Sus oídos atentos al más mínimo ruido. Sus pensamientos amontonándose uno sobre otro.

Una rata grande, gorda y con la cola del mismo tamaño que su rechoncho y peludo cuerpo pasó correteando cerca de él, rascando el suelo de cemento con sus diminutas y afiladas uñas. Se sobresaltó por un breve segundo en el que apuntaba con el arma al pequeño (no tan pequeño) ser (casi disparándole y revelando su posición), y el corazón se le paraba en seco. La rata se sentó sobre sus patas traseras y lo miró fijamente con sus oscuros y brillantes ojos. Los dientes amarillos largos y afilados.

Respiró profundo una vez más y siguió su camino, sujetando el arma con manos sudorosas firmemente en todo momento.

Había basura y chatarra amontonada por todas partes. Latas de cerveza y refrescos vacías, grandes manchas oscuras en el suelo (lo que serían con toda probabilidad charcos secos de desechos humanos y animales), bolsas vacías, cajas de cartón, ropa sucia y agujereada y alguna que otra rata muerta (tan grandes como la anterior, quizá incluso más) en las sucias y malolientes esquinas.

Parecía estar solo en el lugar. Parecía. Pero sabía que él estaba escondido en alguna parte del almacén. Lo sabía. Agazapado en algún oscuro rincón, aspirando el aroma a moho, meados secos y excrementos de las monstruosas ratas que habitaban el lugar, esperando el momento perfecto para pillarlo por sorpresa y dispararle por la espalda, como el cobarde que era.

Pero no. Eso no pasaría. Le dispararía en una pierna si hiciese falta (cosa que no le importaba en absoluto hacer. Incluso disfrutaría disparándole allá donde se encuentra el trocito de carne más preciado de cualquier hombre), pero su intención y su deber eran detenerlo. Detenerlo por traficar con kilos y kilos de heroína durante años. Detenerlo por haber abusado sexualmente de mujeres y niños en varias ocasiones (llegando al maltrato, incluso al asesinato en algunas ocasiones). Detenerlo por evasión de impuestos. En otras palabras, detenerlo por ser un hijo de puta salido del mismísimo infierno.

Sabía que había cometido un grave error al ir solo al almacén. Pero después de tantos años siguiéndole la pista, sabiendo que estaba de mierda hasta el cuello en todo eso y sin poder incriminarlo ni una sola vez desde que supo de Stefano D'Angelo lo tenía cabreado. Mucho más que cabreado. Quería matarlo lenta y dolorosamente con sus propias manos.

Dobló una esquina y ante él apareció una sucia y apestosa habitación sin puerta. Barrió todo el lugar con la pistola antes de entrar. Ni rastro de él.

La única persona que había en la vacía habitación, atada a una vieja silla de madera, con la ropa hecha jirones, los brazos y piernas amoratados, un sucio trapo de color gris en la boca a modo de mordaza y sangre seca adornandole las partes del cuerpo que la tela no lograba tapar era un chica. Tenía ambos ojos amoratados (uno de los cuales tenía completamente cerrado debido a la hinchazón), un corte en la ceja derecha, el labio partido y un hilillo de sangre seca que le caía por el oído izquierdo.

Kya Miller. Prostituta. Dieciséis años. Desapareció hace aproximadamente dos semanas. Fue su novio quien interpuso la denuncia y de quien sospechamos desde un principio. Pero ahora me doy cuenta de que el chico no tenía nada que ver con su desaparición. Este hijo de puta la ha molido a palos. Es probable que tenga una conmoción cerebral, una o varias costillas rotas, el tobillo lesionado debido a la hinchazón y el color amoratado de este, un tímpano perforado y Dios sabe qué más.

Con cautela, se acercó a ella (sujetando el arma con firmeza pero apuntando hacia el suelo). Se inclinó un poco sobre ella (dándose cuenta de que uno de sus blancos y pequeños pechos había escapado del sostén y sobresalía por la blusa medio abierta), le colocó un mechón de grasiento y rubio pelo detrás de la oreja y susurró:

- Soy policía, Kya. He venido a ayudarte. No te preocupes. Estarás bien. Te lo prometo. Voy a sacarte de aquí, tranquila. Pero tienes que hacer una cosa por mi; no hagas ruido, ¿vale? Te quitaré esa cosa de la boca cuando me haya asegurado de que la situación está bajo control. Te lo prometo. No temas. Estoy aquí para ayudarte.

El pequeño cuerpo de la chica comenzó a agitarse mientras asentía con las pocas fuerzas que le quedaban y los mocos le goteaban desde la nariz hasta la mordaza. Estaba llorando.

Se agachó colocando una rodilla en el suelo y flexionando la otra (como cuando uno pide matrimonio a su amada) y comenzó a deshacer los nudos que le oprimían los tobillos contra las astilladas patas de la silla escuchando los sollozos de la joven.

Eran buenos nudos. Atados fuertemente. Tanto, que la piel bajo la gruesa cuerda había dejado la blanca y suave piel de la chica en carne viva.

Echó un rápido vistazo sobre el hombro hacia la puerta, y con resentimiento y desconfianza, dejó la pistola a un lado para poder trabajar más rápida y eficientemente. Su mayor prioridad en ese momento era liberar a la pobre muchacha y llevarla a un hospital cuanto antes para que pudieran atenderla.

Después de forcejear durante largos minutos con la primera atadura, agarró la pistola y se dirigió a la próxima. Ojalá tuviera un cuchillo, aunque fuera pequeño, para poder cortar la cuerda y terminar cuanto antes con esto. Volvió a dejar la pistola sobre el frío cemento y se puso manos a la obra. Se fijó en que algunos pequeños trozos de cristal se habían incrustado en la blanda carne del pie de la muchacha (algunos de los trozos se le habían incrustado entre los dedos). Incluso una de las pequeñas uñas pintadas de color azul cielo (la uña del dedo anular) había desaparecido por completo. Allá donde debería estar la uña solo había carne, sangre seca y pus. Había visto muchas cosas a lo largo de su carrera, pero todo aquello en conjunto, era sin duda, lo peor que había visto.

Trataba de concentrarse en liberarle el tobillo lesionado pero no podía dejar de mirar el dedo lleno de pus sintiendo que una arcada le subía por el esófago y moría en la garganta. Le sudaban las manos, la espalda, el pecho, las nalgas. Le sudaban hasta las pestañas debido a la tensión. Pero ya casi estaba por terminar de soltar la cuerda que tenía como prisionera el tobillo de Kya.

Sonrió un poquito sin poder evitarlo, pero esa pequeña sonrisa murió en sus labios en el mismo instante en que la escucho gritar y agitarse como si estuviera sufriendo un ataque de epilepsia. Instintivamente, echó mano a la pistola, y sin levantarse del suelo, se giró, apuntó y ¡PUM!

Un dolor atroz, el peor que había experimentado en su vida le recorrió todo el cuerpo. Sintió cómo se ponía blanco como la nieve, perdía el equilibrio y se le nublaba la vista.

- Que huevos has tenido de venir hasta aquí a buscarme, Conway. Tú solo además -Stefano D'Angelo sonrió altivamente mientras se le acercaba con pasos lentos y se agachaba frente a él-. Eres aún más estúpido de lo que pensaba, joder. No puedes vencerme Conway. Nunca podrás hacerlo, porque siempre iré un paso por delante de ti.

Aún sonriendo, D'Angelo se levantó, apuntó a la chica a la cabeza y el estruendo del disparo hizo que le pintarán los oídos.

- Adiós, Conway. Espero que te recuperes muy pronto.

Entre la consciencia y la inconsciencia, mientras veía como el hijo del mismísimo demonio se alejaba en la penumbra, echó mano a la radio e informó:

- Alma-almacén aband... Puerto... Ag-agente her... Agente herido...

Las respuestas de sus compañeros no se hicieron esperar, pero lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia, fueron los pasos y la risa cada vez más lejana de Stefano D'Angelo.

Mis 'te quiero' en kilos - IntenaboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora