Vio cómo el muchacho salía de la habitación. Rápidamente. Rígido. Con todos los músculos de su cuerpo en tensión. ¿Qué había pasado? Que él supiera, el único que se sentía incómodo en la presencia del otro era él, no el chico. La puerta de la habitación se cerró con un ligero click y desvió la mirada hacia la cama. Odiaba hacer la cama. Le costaba demasiado levantar el colchón y meter las sábanas debajo, pero tenía que hacerlo. Debía demostrarle al mundo que aún era capaz. Que podía hacer cosas por su propia cuenta. Que no necesitaba que nadie le limpiara el culo. Estaría gordo, pero estaba seguro de sí mismo (no estaba tan seguro de sí mismo, pero quería hacer ver que así era) y sabía que conseguiría hacerlo.
Levantó una de las esquinas del colchón con la mano izquierda mientras agarraba como podía la sábana con la derecha. Metió la esquina de la fina tela bajo el grueso y blando colchón y dejó caer todo su peso sobre el somier. Arrastró los pies hasta la siguiente esquina y volvió a hacer lo mismo. Levantó el colchón, metió la sábana bajo él, la alisó como pudo y volvió a dejar caer el colchón sobre el mueble que debía soportar todo su peso por las noches.
Apenas había hecho nada, pero ya estaba sudando y jadeando. Tenía la cara roja y perlada de pequeñas gotas de sudor que le resbalaban desde la frente hasta la barbilla, desde el cuello hasta el pecho, desde la nuca hasta la ancha espalda. Le faltaba el aire. Se sentó sobre la cama y apoyó los codos sobre las rodillas. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Trató de concentrarse en mantener un ritmo calmado, pero no le funcionó. Se quitó la camiseta y la lanzó por los aires. Se tocó el cuerpo con ambas manos. Estaba sudoroso y pegajoso, sobre todo entre los pliegues de los michelines que le colgaban por todos lados.
Se peinó el pelo con las manos dejándoselo peor que antes y resopló. ¿Tanto le costaba respirar? ¿Tan mal estaba de salud? ¿Debía pedir ayuda? ¿Le estaba dando un infarto? ¿Iba a desmayarse y caer desplomado al suelo en cualquier momento? No. Eso no podía ser. No estaba bien de salud, pero tampoco tan mal como para sufrir un infarto o un desmayo. Se calmaría. Sí. Lograría calmarse. Respirar con tranquilidad y regularidad. Lo lograría.
Trató de distraer su mente con cualquier cosa que encontrara. Paseó la mirada por toda la habitación en busca de algo que llamara su atención. La más mínima cosa le serviría. La mesilla de noche. El armario. La tele. El mando a distancia. La ventana que daba a la calle. Un calcetín negro tirado en una esquina. Volvió a mirar el mando a distancia y estiró la mano para cogerlo. Le dio vueltas entre sus manos. Pasó los dedos sobre todos y cada uno de los botones sintiendo la suave textura de estas. Pulsó aquellos botones que emitían un sonido placentero para sus oídos. Jugó a quitar y volver a poner la tapa que protegía las pilas. Volvió a pulsar botones, y poco a poco, notó como su ritmo cardíaco volvía a la normalidad y su respiración se regulaba. Ya estaba a salvo. Fuera de todo peligro. Pero, ¿qué peligro? ¿Un infarto? La palabra volvió a su mente y se estremeció. Sacudió la cabeza y se quitó la idea de la cabeza. Se puso una camiseta nueva, se la alisó con ambas manos y suspiró antes de seguir adelante y enfrentarse al resto del día.
Salió de la habitación siguiendo el dulce, delicioso y suculento olor de la comida haciéndose. Olía a gofres. Y café. ¿Qué más habría? Sus tripas rugieron de hambre en respuesta a los olores que inundaban sus fosas nasales y siguió caminando con ojos brillantes y la boca hecha agua hasta la cocina. Entró sin hacer ruido, esperando que el chico se asustara como el otro día (después de todo, le había resultado divertido verlo asustarse. Aún recordaba la cara que puso) y se le escapó un sonrisita al recordar la escena.
- ¿Preparado para desayunar, Conway?
Eso lo había pillado por sorpresa. No esperaba que se hubiera dado cuenta de su presencia. Se aclaró la garganta, y respondió:
- Sí. Déjame ayudarte.
Se acercó al chico y lo ayudó a llevar las cosas al salón (donde desayunaban habitualmente). Café y Cola-Cao. Sus queridas magdalenas. Unos cuantos gofres con nata montada. Y zumo de naranja.
- ¿Quiere algo más? Ya sabe... Galletas o algo.
Se lo pensó durante unos segundos y la palabra infarto volvió a atravesarlo como una lanza.
- No... No quiero nada más. Así está bien. Gracias.
- Bien entonces. Vamos.
El chico le sonrió ampliamente. Le devolvió la sonrisa. Una pequeña. Tensa y sin enseñar los dientes, pero una sonrisa al fin y al cabo.
Dejaron los utensilios sobre la mesa y comenzaron a desayunar en silencio, sentados uno al lado del otro, con la única diferencia de que esta vez, el chico se había sentado algo más cerca que las demás veces. Se había sentado tan cerca que su rodilla rozaba su enorme muslo. Aquello le incomodaba un poco, pero se dijo a sí mismo que no pasaba nada. El chico solo se había sentado a desayunar con él. Nada más. Que su pierna rozara su muslo no era algo por lo que alterarse. ¿O sí? Hacía tanto tiempo que no le ocurría algo así que no sabía como debía sentirse al respecto.
Cortó un trozo de gofre con el tenedor y el cuchillo, lo untó en la nata montada y se lo llevó a la boca. El gofre aún estaba caliente y la nata se deshizo en su boca. Saboreó la nata por un lado, el gofre por otro y después lo saboreó todo junto. Se le hizo la boca agua. Se sentía en el cielo. Aquello era delicioso. Insuperable. Cerró los ojos y gimió, dejándose llevar por los sentimientos. Escuchó que el chico se reía. Una risa alegre, sin malicia alguna.
- Está bueno, ¿eh? Es que se me da de maravilla calentar cosas, ya sabe.
- Lo que me extraña es que no me hayas quemado la cocina todavía.
El chico lo miró con una ceja levantada y una media sonrisa en los labios.
- ¿Me está diciendo, señor Conway, que soy un total y absoluto desastre cocinando?
- Sí. Veo que lo has pillado.
En esta ocasión, fue él quien le sonrió. Se miraron a los ojos durante unos segundos más. No sabían si debían reír o seguir con el concurso de miradas. Al final, optaron por reír. Su risa era ronca, nasal. Imitaba al sonido de un cerdo en comparación con la risa del muchacho, que seguía siendo alegre y ligera. Tomó una bocanada de aire y se obligó a controlar la estúpida risa que brotaba de su interior. Se llevó el vaso de zumo de naranja a los labios, y mientras sorbía de ella, volvió a estallar de la risa por culpa del muchacho, quien seguía mirándolo con esa sonrisa traviesa cruzándole los labios y su fina y perfecta ceja alzada. Escupió el líquido naranja y volvió a emitir los mismos sonidos porcinos que antes mientras el chico se secaba las lágrimas y reía silenciosamente. Le costaba creérselo, pero puede que quizá se hiciera un nuevo amigo después de todo.
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Mis 'te quiero' en kilos - Intenabo
AcakConway, tras sufrir un accidente laboral que le impidió conservar su trabajo, se sumió en una depresión y se encerró en casa durante años. La situación lo llevo a aumentar peligrosamente su peso hasta alcanzar cifras exorbitantes. Pero la situación...