Hace mucho mucho tiempo, antes de que todo el desastre siquiera hubiese empezado a nacer, había un plan que tanto a mi hermana como a mí nos encantaba.
Cuando estábamos en el colegio y no éramos conscientes de cuánto tiempo libre disponíamos, solíamos subirnos a la azotea de nuestro edificio. Sí, esa misma en la que Luna construyó el cohete. Teníamos más vecinos pero nadie la usaba de modo que cogíamos unas tumbonas que eran más grandes que nosotros y nos íbamos a lo que nosotros nombrábamos como "arriba". A un lugar en el que casi podíamos acariciar el brillo de la Luna que iluminaba, literal y metafóricamente, nuestras charlas más profundas.
También, recuerdo que íbamos cuando recién nos acabábamos de duchar y que nos bajábamos en el momento en el que Papá subía con su delantal de cocina favorito para avisarnos de que ya estaba la cena. Los mejores días eran en invierno, mi amada estación, cuando el viento fresco me secaba el cabello aún mojado.
Cuando Luna y yo hacíamos planes los dos solos, además de ver pelis de Disney y algún que otro día dar un paseo, nos encantaba subirnos "arriba".
La última vez que hicimos eso fue el año en el que yo todavía no había entrado en el instituto, más o menos con 11 años, recién o a punto de ser cumplidos.
Subíamos las escaleras de dos en dos porque así íbamos más rápido aunque la velocidad no servía de nada; las tumbonas eran tan grandes que teníamos que coger una entre los dos y dar otra vuelta para subir la restante.
Cuando terminábamos de haberlo hecho todo y al fin podíamos quedarnos en la azotea nos tumbábamos en las tumbonas, valga la redundancia, y estábamos en silencio unos segundos para recuperar el aliento y relajarnos un poco.
- Algún día creceremos y podremos llevar una tumbona en cada brazo - resopló Luna.
- Ojalá que sea pronto - deseé.
Se acercaba la Navidad y desde ese lugar podíamos ver la decoración de algunas pisos y casas. Pero, sin duda, lo que siempre podíamos contemplar desde esa zona era la bella Luna que se cernía siempre sobre nuestros cuerpos. Había días en los que, quizás, nos la encontrábamos un poco más arriba o abajo, a la derecha, izquierda... pero siempre estaba con nosotros.
- Es preciosa, ¿verdad? - preguntaba Luna.
Siempre empezaba igual y nunca me hartaba.
- Sí, y también es increíble - apunté.
- Es tan increíble que "increíble" pierde increibili... Uy.
Me reí.
- ¿"Increidibilidad"? - ayudé.
- Noo, eso está mal dicho.
- ¿Seguro?
- Sip. Se dice in-cre-di-bi-li-dad. ¡Eso! ¡Incredibilidad! ¡Pues la palabra "increíble" pierde incredibilidad porque la Luna es más increíble!
- Parece un trabalenguas.
- Pues chi.
- ¿Por qué nos gusta tanto la Luna?
Mi hermana adquirió la famosa pose de pensadora, acariciándose el mentón.
- Pues... porque es la señal de que no estamos solos en el universo.
- Pero si hay planetas en la Vía Láctea, tampoco estamos solos teniéndolos a ellos.
- Ya pero...- Se acercó a mí como para contarme un secreto- En la Luna hay vida.
Negué con la cabeza.
- No, no hay condiciones para que haya vida.
Mi hermana se cruzó de brazos.
ESTÁS LEYENDO
En la Luna residen mis esperanzas
RandomApolo era un niño que deseaba convertirse en astronauta y el primer encuentro "galáctico" que tuvo fue con Luna, su nueva hermana. Eran como el día y la noche. Él, un chico inseguro y ella muy extrovertida. Apolo nunca antes se habría imaginado que...