Epílogo

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4 años después.

La hacienda Reyes estaba siendo testigo de una celebración que estaba provocando sentimientos contradictorios para la familia. Todos estaban felices, el motivo, no era más que el sueño hecho realidad de uno de sus miembros, pero a la vez, ninguno podía ocultar la tristeza que les embargaba.

Habían aprendido de sus errores, de sus temores, de la importancia de mantenerse unidos... Pero esto último iba a dejar de ser. Andrés, con dieciocho años recién cumplidos, había sido aceptado en el Conservatorio de Música de Quebec, y en solo unos días partiría hacia el país norteamericano para iniciar su carrera como compositor.

Había llegado el momento en que la nueva generación comenzase a construir sus propias vidas.

–¡Pastel!

Anita llegó corriendo cuando Quintina colocó en el centro de la mesa, un suculento pastel decorado con temas musicales.

–¡Pastel! –repitió cuando se sentó sobre las piernas de su madre y fue directa a meter un dedo en la nata.

–No, mi amor –Sarita se adelantó y apartó su mano antes de que lograse su objetivo–. Andrés debe ser el primero en tomar un trozo.

Anita no contenta con la negación, se apartó airada el cabello que le tapaba los ojos y que se había escapado de una de las pequeñas trenzas que con tanto esmero su madre había hecho en la mañana, se bajó de sus piernas y fue directa hacia la persona que iba a cumplir su deseo.

Su papá.

No tuvo que rogar mucho, porque Franco no solo la ayudó, sino que hizo lo mismo, provocando la risa de todos, incluida la de Andrés, a quien no le importaba que su hermana pequeña le hubiese "robado" su momento.

Los mellizos, con el fin de no quedarse atrás, tomaron cada uno su cuchara y se llevaron un buen trozo a la boca. Habían crecido y, por tanto, también la cantidad de comida que ingerían.

Pero el gesto no fue visto tan adorable como el de Anita.

–Mal educados –Gabriela les apartó el pastel para que no pudieran ir a por una segunda ronda–, pobre Andrés... ¡Aún no ha podido probar ni un bocado!

–Abuela, no pasa nada –contestó el homenajeado restándole importaba.

–Tú te callas –le respondió.

Así era Gabriela, te daba una de cal y otra de arena.

–Primito musical –empezó Erick–, ahora tenemos que tener mucho cuidado... La abuelita tiene manga ancha con el jefe de policía.

–O mejor dicho, con nuestro abuelito –completó León con picardía.

Gabriela había entablado una muy buena amistad con el jefe de policía, y todo parecía indicar que se había convertido en algo más, aunque ella lo negaba.

–¿Cómo osáis insinuar algo así? –dijo ofendida –Una dama como yo y un caballero como ese... Solo compartimos nuestro afán de liberar al pueblo de malhechores.

Todos se aguantaron la risa para no molestarla, pero tenían bastante claro que entre ellos había algo más. A las hermanas Elizondo, y a los Reyes también, se les revolvió el estómago ante los primeros indicios. Mentirían si no dijeran que habían estado muy preocupados. Primero porque se trataba del jefe de policía de San Marcos, y segundo por el miedo a que la historia volviera a repetirse, pero el hombre parecía tener buenas intenciones.

–Ay, abuelita. No te enfades –Juan David le dio un beso en la cabeza y le entregó un rosa que acababa de cortar para que la mujer se calmase.

Los rosales que Albin había plantado florecían cada temporada más hermosos que en la anterior. Tras la apertura de su tienda en San Marcos, el jardinero había incrementado notablemente el número de clientes, consiguiendo expandir su negocio y saltando a la capital. Hacía tiempo que les había abandonado, pero siempre encontraba algún hueco para supervisar sus rosales.

En el fondo del lago (Parte 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora