Capítulo 10 - G.R.E

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–Gracias.

Franco tomó la mano de aquel hombre entre las suyas. Sentirse agradecido era poco, y aunque sus palabras no le reconfortaban del todo, lo hacían lo suficiente para saber que su hija no tenía ningún problema de salud grave.

–No tiene por qué darlas, señor Reyes –el doctor tomó de nuevo su maletín–. Su hija está bien –le repitió–. Ya sabe como son a estas edades. Se producen muchos cambios y en ocasiones no saben como reaccionar, y deparan en una situación como la sufrida.

Escuchó atentamente las indicaciones que debía de seguir para que Gaby saliera lo mejor posible de aquel momento. Le dolía en el alma pensar que su hija estuviera sufriendo y pasando por algo así, pero lo que más le dolía es sospechar de que todo pudiera ser culpa suya.

Se despidió del doctor y rápidamente subió las escaleras en dirección al dormitorio de su hija, pero al llegar a la puerta se encontró a Sara cerrando está con suavidad. Le indicó que se mantuviera callado y le hizo caminar hasta la habitación de ambos.

Cuando Sara llegó a casa aquella tarde con una Gaby totalmente en shock y solapaba a su cintura, sabía que algo malo había ocurrido, y cuando su hija apretó más el agarre cuando trató de hablar con ella, se le rompió el corazón. Gaby era su pequeña, la niña de papa, la cual, ante cualquier fechoría que realizase, iba corriendo a contársela antes que a su madre. Andrés, era todo lo contrario, y era a Sara a quien acudía.

–Se ha quedado dormida.

Suspiró profundamente. Si Gaby había conseguido dormirse es que estaba más tranquila. El doctor había aconsejado en medicarla, pero consideraban que era demasiado pequeña para eso, así que con algunos ejercicios de respiración la pequeña pareció conseguir salir del shock y se relajó en los brazos de su madre.

–¿Sara, que ha pasado?

Le había repetido aquella pregunta a su esposa decenas de veces en la última hora.

–No lo sé. Todo era normal –Sara ya le había explicado todo lo ocurrido, pero insistía en volver a escucharlo–. Fue al baño, volvió y... sucedió esto.

–Amor, esto ha sido un ataque de ansiedad –se pasó la mano por la cara–. Un ataque de ansiedad en una niña de once años.

Su esposa se tapó la cara con las manos.

–Es mi culpa –confesó– Hace semanas que se comporta de manera extraña. Está seria y le da miedo quedarse sola en casa, y eso de estar siempre a mi vera... Pensé que no se trataba de nada, pero claramente me equivoqué –rompió a llorar.

–Ey, no –se acercó a ella rápidamente– Tú no tienes la culpa de nada –le apartó las manos de la cara –Aquí el único culpable soy yo. Tú te encargas de nuestros hijos, los llevas al colegio, los traes de vuelta, vigilas de que hagan sus tareas, de que cumplan con sus extraescolares, administras la hacienda, te preocupas de tu mamá y del abuelo, y mientras ¿yo que hago? Encerrarme en un estudio a llorar por dinero.

Se giró dándole la espalda. Se avergonzaba, y cada vez tenía más claro que el ataque de ansiedad de su hija tenía que ver él.

–No –Sara le tomó de la mano y se colocó frente a él–. No digas esas cosas. Ya lo hablamos. Somos un matrimonio, y hay a veces que tú tienes que estar para mí, y otras que yo debo estar para ti.

No se merecía a esa mujer.

–No dejó de pensar en que todo esto es culpa mía– su esposa le miró sin entender– Creo que Gaby sabe lo que pasa, por eso su reacción. Es lo que temía, Sara. Que nuestros hijos se dieran cuenta de la situación que estamos sufriendo.

En el fondo del lago (Parte 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora