Capítulo 3. Ascensor.

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Hermione quería sacar valentía de alguna parte de su ser, pero estaba aterrorizada por lo que se avecinaba.

La idea de que ella, una bruja nacida de muggles, una sangre sucia, tendría que casarse con un sangre pura que pudiera despreciarla precisamente por su origen, le había erizado completamente la piel como aquella vez que tuvo que enfrentarse a un dragón en Gringotts o a Nagini en Godric's Hollow. Podría ser cualquiera y a su mente llegaron varios apellidos que no auguraban nada bueno: Dolohov, Yaxley, Goyle, Crabbe, Flint, Pucey, Carrow, Malfoy... La lista podría continuar. Muchos de los que conocía estaban muertos pero probablemente habían familiares que podían ser elegibles...

Se restregó la cara con frustración. Por qué tenía que pasarle esas cosas a ella... cuándo por fin iba a poder decir que tenía una vida normal...

Recordó a Harry y su mirada fue hacia el retrato que tenía sobre el mueble que funcionaba como biblioteca, donde se le veía junto a Ginny ambos completamente enamorados y se alegró por su mejor amigo, quien merecía toda la felicidad del mundo. Ella ya no tendría esa posibilidad y sintió un gran vacío en su interior, como si le hubieran robado algo que no sabía que tenía. Su postre prácticamente intacto frente a ella parecía reírse de su situación y no pudo evitar que unas lágrimas rodaran por sus mejillas por la desolación que sentía.

Viendo el boleto con fecha para dentro de tres días, rezaba porque el mago sangre pura que le correspondiera no tuviera relación alguna con los mortífagos, pensando que si algo así le pasara sería capaz de desaparecer del mundo mágico para siempre. Por supuesto que también había muchos sangre pura que eran buenos, pero esos no eran elegibles... Neville estaba casado con Hannah Abbott y los Weasley, quienes aunque no podían catalogarse ya como una familia pobre, aún eran, comparados con los Nott, Zabini o Malfoy, eran casi indigentes.

Hermione pasó su mirada por el lugar donde vivía hacía cuatro años, lo que le parecía toda una vida. Regresar a Inglaterra significaba remover muchos recuerdos que había escondido en lo más profundo de su mente. Suspiró y se percató de todo lo que tendría que hacer en menos de tres días para dejar las cosas en orden con su trabajo, esa casa y sus padres, pues no creía que fuera a regresar pronto a Australia.

Decidió acostarse temprano esa noche. Estaba cansada psicológicamente por estar aún procesando toda la información, pero por un buen rato se distrajo contemplando su sencillo dormitorio. No estaba acostumbrada a los adornos o muebles innecesarios. Tenía solo lo esencial, pero amaba sus cortinas color turquesa a juego con el sobre cama. Decidió que se las llevaría.

En medio de todo lo que se avecinaba, agradeció a Harry el no tener que volver a la casa de sus padres, ese cajón vacío que ya no significaba nada para ella desde que los mortífagos liderados por Corban Yaxley la habían profanado con su presencia y dejado su sello en las paredes.

Esa noche no pudo dormir bien; miles de posibles panoramas agolparon su mente y agradeció al sol cuando apareció a la mañana siguiente. Si hubiera tenido una poción de sueño sin sueños la habría tomado, pero hacía mucho que no eran necesarias las pociones; de hecho, no tenía ninguna en casa, ni siquiera medicina muggle, pues era muy sana.

Se colocó ropa deportiva y desayunó una fruta para luego salir a correr como todos los días. Nunca había sido muy amante del ejercicio, pero en ese país había descubierto que la mejor forma de liberar estrés era ejercitándose en las mañanas. Eso también le daba energía para rendir todo el día.

Eran las nueve de la mañana cuando la puerta del ascensor se abrió en el octavo piso y con pasó firme se dirigió a la oficina de su jefe. Iba vestida formalmente como siempre, aunque ese día probablemente no trabajaría hasta tarde. A grandes rasgos le explicó a su jefe que debía volver a su país por una situación personal que no podía proponerse y que tampoco regresaría. El hombre lamentó perder a tan entusiasta colaboradora.

—Nuestras puertas siempre estarán abiertas para ti —le dijo intentando ocultar su pena, pero la voz se le había quebrado ligeramente.

Posteriormente se dirigió a la que había sido su oficina durante cuatro años y le dio la noticia a sus compañeras.

—No puedes irte así —le dijo una.

—Quedemos hoy en el bar de siempre para despedirte como es debido —rogó la otra.

Insistieron tanto que Hermione no tuvo otro camino que ceder. Habían sido buenas amigas para ella y sentía que se los debía.

Terminó unos asuntos pendientes, delegó los proyectos sin terminar, recogió algunas cosas y regaló otras, y después pasó por todas las oficinas despidiéndose, resumiendo a «situación personal impostergable» la urgencia para volver a Inglaterra.

Con sus padres no fue tan sencillo.

—No estamos en la Edad Media, Hermione —se quejó George Granger—, esto debe ser apelable.

—¿Cómo es que los obligan a casarse? —sollozó Emma.

Hermione los dejó despotricar todo lo que quisieron pues al fin y al cabo, era también su pensar.

—De todo esto, lo que más me duele es dejarlos a ustedes. ¿Por qué no regresamos los tres?

—Hablamos ya de esto antes. Tenemos nuestra vida hecha acá y estamos muy mayores para empezar desde cero nuevamente...

Hermione se desconectó; había escuchado tantas veces esas excusas que ya no tenía ganas de seguir rogando. Los abrazó efusivamente y les dijo que los iba a extrañar sin poder evitar llorar.

Al volver a su casa se detuvo por varios minutos analizando que iba a hacer con todo, y al final, varita en mano, empezó a reducir de tamaño algunas pertenencias que deseaba conservar. Con su padre habían quedado que vendería el resto del menaje. Por la noche salió con algunos compañeros de trabajo, lo que sirvió para despejarse y se permitió quedarse hasta muy tarde con ellos. También los iba a extrañar.

Al día siguiente se despertó a media mañana y se quedó un rato más en la cama, algo que nunca hacía. Quizá era justo para ella disfrutar de esas últimas horas de tranquilidad.

 Quizá era justo para ella disfrutar de esas últimas horas de tranquilidad

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Y de repente, túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora