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"Nunca sabrás que tu alma viaja dulcemente refugiada en el fondo de mi corazón y que nada, ni el tiempo, ni la edad, ni otros amores, impedirá que hayas existido".

Marguerite Yourcenar

Terry aprovechaba las tardes en la que Federico hacía siesta para sentarse en un cómodo sillón frente a la ventana y disfrutar tanto de la lectura como de la hermosa vista que le ofrecían los grandes jardines de la casa Ardlay. Solo el hecho de estar así, a solas, leyendo mientras cuidaba el sueño de su pequeño le devolvía una tranquilidad que creyó perdida. Sentía tanta paz en su alma, en su mente, en su corazón. En Nueva York estaba tan solo y triste, acostumbrado a sus idas y venidas, ausente de la vida de Federico, incluso de su propia vida. Él era simplemente un actor que subía y bajaba del escenario, que en realidad no disfrutaba nada. Creyéndose un padre fantástico, que todo se lo daba a su hijo, todo cuanto necesitaba. El "mejor" servicio de niñeras, las mejores ropas, pero la verdad estaba tan equivocado. En Chicago se había dado cuenta de su gran fracaso. Pero lejos de continuar atormentándose, decidió dejarse llevar por lo que veía como una gran oportunidad para enmendar sus errores y ella tenía todo que ver.

Terry permaneció por largo rato así, solo leyendo y vigilando el sueño de su hijo, absorto en sus pensamientos. También esperaba el momento en que él despertara y Candy apareciera como por acto de magia en el instante justo, por aquella habitación para buscarlo. Era de las pocas ocasiones en los que solían estar "a solas", cuando ella venía por el pequeño por cualquier excusa. Ambos evitaban cualquier contacto que no estuviese relacionado con Federico, a él le aterraba la idea de estar a solas, realmente a solas y no saber qué decir. Cuando en realidad quería decirle tantas cosas, todo lo que guardaba con celo en su corazón. Le temía al rechazo, porque durante los cinco días que llevaba alojado en la mansión de los Ardlay ella no había demostrado que él aún pudiera interesarle, y la entendía muy bien, después de todo, no en vano habían pasado seis años. Tiempo en el que no hubo el más mínimo contacto, ni una palabra, ni si quiera un encuentro fortuito.

Cuando estaban juntos lo hacían siempre rodeados de personas de la casa, bien por Albert, la Tía Abuela, Archie o cualquier miembro de la servidumbre, por no mencionar a Federico. Hasta ese momento si siquiera se mencionó a Susana, de las circunstancias de su muerte, del alumbramiento del bebé. Terry mucho menos era capaz de mencionar el descubrimiento de las cartas, y que su esposa le había develado que, ella y Candy se escribieron en una oportunidad. Terry sentía que había recuperado a su amiga y no quería volver a perderla bajo ningún motivo. Todos en la casa se comportaban de forma generosa y amables con ellos, incluyendo a Archibald Cornwell. Que si bien no era un despliegue de simpatía lo trataba con cordialidad y él le correspondía.

De hecho, Candy deseaba esa tarde a su entrañable hermana de crianza Annie, y tenía intenciones de llevar a Federico con ella y con ese interés fue hasta la habitación de huéspedes. Tocó la puerta con timidez, dos golpes, antes de asomarse por el resquicio.

—Puedo hablar contigo ¿aún duerme? —dijo con voz suave.

—Claro pasa —respondió Terry.

Candy caminó hasta la cuna, se asomó para ver al pequeño dormir, en un gesto maternal lo arropó hasta el cuello con la manta, para asegurarse de que no se enfriara, a pesar de que la chimenea estaba encendida y el cuarto estaba a una temperatura agradable. Luego continúo hasta la cama, sentándose en ella, cerca del sillón.

—Terry puedo llevar a Federico conmigo a casa de los Cornwell ¡puedes venir tú también si quieres!

—¿Y qué se supone que haría yo en casa de los Cornwell?

—Bueno... pensaba en visitar a Annie, desde hace varios días que deseo ir a verla y me gustaría llevar a Federico conmigo porque allá puede jugar con los niños, especialmente con Henry que es casi de su misma edad...

Sangre de mi sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora