Capítulo 48

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—¿En serio era necesario que aplaudieras? —Adrien le dirige una mirada dura a Cameron.

Mi mellizo está jugando con un lápiz, haciéndolo rodar por la superficie de la mesita de cristal, sobre la que está apoyando una mejilla. Se ve tierno sentado en la alfombra color terracota, con sus largas piernas en mariposa.

—Me pareció conmovedor —se encoge de hombros.

Cuando nadie votó en contra de despedir a Alonso, a Cameron se le ocurrió la valiente y a la vez algo estúpida idea de ponerse de pie y aplaudir como si hubiese presenciado una de las mejores obras de Broadway.

Los tres nos retiramos del desastre que quedó por reunió poco después. Nos hemos instalado en la pequeña área de sillones y mesa de la oficina de Adrien, mientras esperamos a que Renée concluya lo que arruine y venga para dictar sentencia.

—En unos minutos... seré carroña —murmuro tallándome la cara.

—¿Me puedo quedar con tus libros cuando pases a mejor vida? —Cameron parece realmente interesado en poseerlos.

—¿Y tú para qué los quieres? —me cruzo de brazos—. Te duermes hasta leyendo el reporte del clima.

—Podría provocar un incendio con ellos —se encoje de hombros, volviendo a rodar el lápiz por la mesa—. Incinerarse no suena como la mejor forma de morir, pero algo es algo. Tampoco soy tan exigente.

Ruedo los ojos.

—Tú que quemas uno de mis preciados libros y yo que te ahorco desde el otro mundo —amenazo.

Él sonríe, desde mi lugar, de pie al final del cuadro conformado por los sofás, puedo ver la sombra del hoyuelo en su mejilla.

—¿No les da vergüenza actuar como un par de niños? —reprocha Adrien en medio de un suspiro que sospecho usa para buscar el resto de su paciencia.

—Vergüenza me daría caer del último piso de un rascacielos y sobrevivir —sus ojos casi violetas me observan—. Lo siento. ¿Te reviví el trauma?

Es mi turno de suspirar buscando algo de tolerancia.

—Ve a meter un tenedor en un enchufe —digo por insulto.

—No puedo —pone mala cara—. Adrien mandó a cambiar todos los utensilios de cocina que fueran de metal por unos de plástico.

Casi suena verdaderamente triste. Niego con la cabeza y el silencio se alza cuando la puerta es atravesada por Renée hecha una furia. Sus tacones del color de la miel golpean el suelo con rabia, su mandíbula sigue apretada y tiene una vena del cuello saltada.

No está furiosa, está colérica.

—Creí que esto de ponerme de malas era una faceta tuya —suelta ni bien se acerca—, pero parece que en realidad es tu forma de vida.

Sus ojos están clavados en los míos. Y me sucede ese momento típico de cuando te están regañando mientras te están observando fijamente... tienes unas endemoniadas ganas de reírte.

Aunque quizás, o no, sea más típico de las personas que crecimos bajo el eterno: mírame mientras te hablo. Ya somos tan inmunes que nos parece gracioso que sigan recurriendo a ello.

—¿No hay un agradecimiento por haber salvado el pellejo de Roos? —me encojo de hombros.

—Tú eres la ruina de esta empresa, de esta familia —gruñe.

Bajo los ojos al suelo por un segundo, meditando si contestar algo o no.

—No puedes tratar de seguir controlándome —murmuro en su lugar.

Cupido del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora