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𝘿𝙞𝙚𝙯

El mar era suave como los besos de una dulce madre al acurrucar a su hijo, lo más deseado por un niño. El azul de la profundidad inspiraba paz a los oídos de los querubines que se paseaban en su pequeña nave embarcando en busca de estrellas. La noche hace acto de presencia entre el silencio y la luna, se siente bien estar acompañado de la marea dócil, sus diminutas olas hacen reír a las estrellas mientras estas caen acompañadas de cintas blancas, dándoles a los marineros la oportunidad de pedir el deseo más anhelado o desesperado de sus almas. La frialdad de la noche recompensa el color violeta, en el fondo del océano, hay una marca horrenda de color morado. Tal vez era arte y hasta motivo por el cual carcajear para algunos, pero para el océano era la cosa más dolorosa y fea que había tenido en su interior. Sabía que no era natural que estuviera dentro de sí, debía de expulsarla de alguna forma. Tal vez si con su sal se fusionaba con la pintura de la luna en el agua, podría volver a la normalidad.

Formando un remolino, logró hundirlo completamente, haciéndolo uno consigo mismo, ahora era parte de la infinidad del planeta, ese porciento del desconocimiento humano se quedaría allí, perdido. Sabiendo que los hombres lo observan, pero sin inmutar a resolver u opinar.

Tal vez anular el dolor era la solución más fácil, saber que estaba ahí pero que nunca se notara su presencia era lo mejor en esas circunstancias. Tal vez si levantaba los hombros y quitaba esas insistentes dagas clavadas en su espalda, podría deshacerse de ellas antes de que muriese desangrada. Nunca había conocido a alguien que soportara el dolor, todo el día, todos los días.

"Nadie debe ir por la vida con tanta agonía"

Su debate interno no podía dejarla empacar las maletas, había hecho un desastre con su ropa. La había juntado toda en un bulto para así dejar que sus pensamientos rondaran en su mente. Sacudió la cabeza para sacar esas inseguridades de lado y ordenar un poco sus cosas.

La pelinegra se encontraba en su respectiva habitación, era acompañada por Harold, uno de sus compañeros de cuarto más silencioso, apenas recordaba su voz, pues solo la había escuchado cuando se presentó por primera vez. Era un chico misterioso a decir verdad. Su flequillo lo hacía ver menos ya que cubrían sus ojos, su cabello era lacio, caía como cascadas por su nuca, frente y cien. Su tiempo era dedicado al estudio y solo a este, apenas pasaba tiempo con sus amigos, para no decir que sus propios amigos iban a la biblioteca para ir a verlo a él, ya que de alguna forma extrañaban su presencia. Solía ser muy solitario, y como no, notablemente callado.

Él parecía concentrado en su lectura mientras que descansaba sobre su cama, era todo un come libros sin duda, como ella. Quizás ese simple detalle era suficiente para ganarse la confianza de la de ojos de jade. Agradecía internamente que no fuera como sus dos otros amigos Frank y Billie, ya que estos constantemente preguntaban por el estado de la Jacobs, de cómo habían sido sus clases, todo por la situación que atravesaba la única mujer en el más reconocido internado de hombres de toda Louisiana. Agradecía su silencio y su falta de interés en ella. A decir verdad, no era muy expresivo, y eso era todo un misterio para la de piel de porcelana, pero no se metería en donde no le incumbía.

- ¿Ya empacaste? -se giró a verlo buscando una respuesta.

Un simple asentamiento de cabeza era suficiente para sacarle una sonrisa de satisfacción a la chica. De cierta forma le parecía simpática que solo hablara por señas, pero estaba bien no querer hablar a veces, o quizás nunca.

Como cada viernes, todos los internados tenían la opción de ir de visita a sus casas los fines de semana y volver el domingo en la noche a la institución para volver a los estudios. Era en esos dos días en que los profesores podían descansar de ciento cincuenta niños.

𝑬𝒅𝒆́𝒏 ━━━━ AʟᴀsᴛᴏʀDonde viven las historias. Descúbrelo ahora