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𝗗𝗶𝗲𝗰𝗶𝗻𝘂𝗲𝘃𝗲

25 de noviembre de 1918, Nueva Orleans, Louisiana.

Hoy era un día muy importante para Dianne. Vería a su hija presentarse oficialmente a la sociedad como una dama de dieciséis años.

Veía ese día con gran devoción y placer, como si cada uno de sus pasos hubieran sido minuciosamente elegidos, todos y cada uno de ellos con su respuesta ya planeada. Cada suspiro que daría y los segundos que sonreiría. Todo detalladamente planeado. Como un deseo profundo y oscuro en donde todo ser humano era demasiado obvio para no ser leído por el ojo crítico y esmeralda neón. como si aquellos aristócratas y ricachones fueran como papiros llenos de dibujos de infantes, simples y a veces hasta graciosos. Pobres, ordinarios, casi como si una oleada de odio la invadiera por tener tales invitados. Pero se lo tomaba demasiado personal, no era su día, era el de su hija.

Elizabeth veía su reflejo en el espejo, mientras que su madre acariciaba su tiernos hombros. Sonriente y orgullosa, como un pajarillo dando sus primeros aleteos. Elizabeth no entendía el significado de esa ceremonia, pero hacía todo lo posible en sus manos para cumplir las expectativas de su madre. Para que disfrutara de su fiesta después de tantos meses en aquella guerra lejana y desconocida. Había pasado bastante tiempo desde que la última vez que la vio, y no quería arruinar su noche, aún cuando la fiesta era en honor a Elizabeth. Sentía la presión que implantaban los ojos de su progetinora, demasiada para poder soportar sus dos esferas verdes sobre los suyos. Esperando poder manejarla como una muñeca, aquellas que eran producidas por el disfrute de niñas, con dulces risos rubios y vestidos pomposos, con demasiadas telas que a cualquier ser humano podrían ahogar hasta el cansancio, pero allí estaba, siendo la muñeca perfecta de mamá. El perfecto cuerpo para mimar, jugar y moldear, como las muñecas de cerámicas, rígidas y hermosas.

Se trataba de presentar oficialmente a la joven muchacha, Elizabeth Jacobs a la sociedad monárquica, donde solo aquellos hombres con trajes de pieles de animales y damas con perfumes sacados de egipcios podían hacerse ver. Toda la monarquía, junto a las ególatras y narcisistas mujeres que la juzgarían entre ellas, ocultándose a través de finos abanicos de seda y lino de oro. Aquellas no tendrían piedad en cuanto a la figura de la muchacha de piel de porcelana, serían sádicas al notar su caminar, desalmadas en ver su postura erguida, y lacerantes en observar su frente en alto. Por eso la matriarca de los Jacobs deseaba que todo saliera perfecto, para que su pequeño capullo carmesí no saliera herido. Tal vez era arriesgado exponerla a tanta maldad, pero era necesaria para que finalmente floreciera.

—¿Podré leer cuando esto termine? —le preguntó la muñeca humana a su madre.

Diane salió de su trance cuando escuchó la dulce y fina voz de su hija, y asintió, sintiendo su voz más madura y suave que nunca, como el aterciopelado cantar de una guitarra en una tarde de otoño.

Apretó un poco su agarre en los hombros de la muchacha por alguna razón. Su mente aún divagaba en los recuerdos de una lucha irreconocible por conflictos que no siquiera entendía, en el sanguinario recuerdo de los gritos de dolor y la sangre derramada. Pero su deber estaba hecho, y ya no volvería a las trincheras donde extremidades de soldados caídos eran repartidos por todo el campo de batalla, como flores brotabaran en los primeros días de primavera, en donde un arco iris escarlata decoraban el césped y las hiervas crecientes en una madrugada de balas perdidas y sudor fresco.

Su mente y sus ojos eran los únicos testigos de aquello, cosas horrorosas que vio, donde soldados se arrastraban aún después de perder parte de su cuerpo, donde su espíritu de lucha aún estaba intacto mientra que sus cuerpos perdían vida poco a poco. Todo ocurría en cámara lenta, donde las bombas y los proyectiles eran los reyes del vals donde zapateaban por el primer lugar en su concurso improvisado. Ella admiraba y aterraba aquellos pasos donde destruían todo a su paso, el crujido de sus huesos, la piel desgarrándose a sangre viva, los gritos desesperados de los cabos suplicando por sus propias muertes. Sus oídos eran sordos a los impactos de balas, como retumbaban en lo profundo de su tímpano, cerrando sus ojos como una dulce canción de cuna, en donde los sonidos eran sordos y delicados como una mina. Un paso en falso y todo explotaría, llevándolos al peor lado de la muerte.

𝑬𝒅𝒆́𝒏 ━━━━ AʟᴀsᴛᴏʀDonde viven las historias. Descúbrelo ahora